Certeza

La certeza se define como el estado de la mente que se adhiere firmemente y sin ningún temor a un juicio realizado o una creencia establecida. La certeza es, pues, un estado subjetivo, que puede o no tener un fundamento objetivo. No debemos confundir certeza con la verdad, aunque tener una certeza es consecuencia de poseer la verdad. Ordinariamente, cuando nos expresamos todos los días, podemos llegar a identificarlas. Por esto decimos, por ejemplo, que un hecho es cierto queriendo afirmar que es verdadero e indudable. Pero caben certezas falsas que indican que ambas cosas son distintas.

a) Certeza y verdad.

La certeza no se identifica con la verdad, pues esta última es una adecuación entre el intelecto y la realidad y la certeza, en cambio, es un estado subjetivo. Podemos tener certeza de muchas cosas, y gracias a ello conducirnos en la vida diaria tomando decisiones sin caer en la mera opinión.

Pero, ¿cómo como puede darse el caso en que existan certezas erróneas, que estemos seguros de cosas que son falsas? Este es el tema del error. El error no sería posible sin la certeza, pues de lo contrario no estaríamos en el error sino en la duda o en la opinión. Las causas del error son las potencias inferiores y, sobre todo, la voluntad, que nos impulsan a asentir cuando aún no hemos logrado la evidencia relevante para aceptar una determinada creencia. En esos casos no estamos en la verdad sino que deseamos que las cosas sean como nosotros queremos [1]. Por otra parte, siempre es posible negar lo evidente pues, como hemos visto, aunque la inteligencia se sienta impelida a adherirse a la evidencia, la voluntad es quien controla la conducta, y puede actuar en contra de las propias convicciones intelectuales. Como no todas las verdades son evidentes del mismo modo -existen muchos tipos de evidencia-, siempre es posible deformarse la conciencia y llegar a convencerse de que las cosas son de otro modo, o de que los motivos de nuestra conducta son los más convenientes en determinadas circunstancias [2].

b) Los grados de certeza.

Un ideal que con frecuencia desearíamos alcanzar es la perfecta certeza en todo lo que conocemos; esto, sin embargo, no es posible, no sólo por las limitaciones de nuestro conocimiento, sino porque no todas las realidades son iguales. Aristóteles advertía ya que «no debemos buscar el mismo grado de certeza en todas las cosas» [3]. Hay que tener en cuenta que hay realidades que son como son necesariamente, y otras que son de un modo u otro accidentalmente. No todas las realidades son necesarias, y siempre cabe que lo que habitualmente es de un modo, ocasionalmente sea de otra manera; Santo Tomás decía, por eso, que «en materias contingentes -como los hechos físicos y las acciones humanas- basta la certeza de que algo es verdadero en la mayoría de los casos, aunque falle en unos pocos»[4].

La verdad teórica se suele presentar como una unidad, compleja pero con pretensiones de alcanzar una verdad universal. Sin embargo, la verdad práctica, tiene se impregna válidamente de una serie de características que la hacen tópica, histórica y plural. Dos y dos son siempre cuatro, pero para viajar a otra ciudad -dejando a salvo que hay muchos modos de no llegar, o sea, que existe también el error- pueden usarse diversos medios de transporte y distintos itinerarios, y aunque uno de ellos sea el mejor en un caso, puede no serlo en otro; además lo que es posible hoy -como viajar en coche- no lo era hace mil años. Varias soluciones pueden ser válidas o depender de determinadas circunstancias particulares que hacen que lo mejor para uno no lo sea para otro. En estos casos imponer el propio criterio, como si ese juicio fuera el único válido, podría ser poco acertado. Si la verdad, en ocasiones, es plural, también la certeza ha de serlo; si la verdad depende de situaciones y circunstancias particulares, la certeza variará también en función de esas situaciones. Especialmente en casos de moral los demás pueden orientarnos y aconsejarnos, pues las normas morales tienen valor absoluto, pero en definitiva ha de ser cada uno quien decida en conciencia cómo aplicarlas de modo correcto; no se trata sólo de que los demás no puedan sustituirnos -cosa evidente-, sino de que tampoco pueden hacerlo, incluso aunque quisieran.

No es fácil saber, en cada circunstancia, qué debe hacerse, pues lo normal es que quepan muchas posibilidades. En moral, en cambio, sí puede haber certeza absoluta de lo que nunca y en ningún caso es lícito, pues hay acciones que, siempre y para todos, son malas. Hablando de las virtudes morales Aristóteles escribió que «no toda acción ni toda pasión admiten el término medio, pues hay algunas cuyo solo nombre implica la idea de perversidad, por ejemplo, la malignidad, la desvergüenza, la envidia; y entre las acciones, el adulterio, el robo y el homicidio. Pues todas estas cosas y otras semejantes se llaman así por ser malas en sí mismas, no por sus excesos ni por sus defectos. Por tanto, no es posible nunca acertar con ellas, sino que siempre se yerra»[5]. Muchas veces no puede saberse con certeza qué es lo mejor pero, en cambio, hay acciones que, por ir contra la dignidad de la persona, son siempre moralmente malas.

Esto no significa que el campo de las certezas esté reducido a materias muy restringidas. En las ciencias de la naturaleza, que formulan hipótesis y luego las verifican, la certeza es grande aunque no absoluta, porque nuestro conocimiento del mundo físico no es perfecto y porque, como se ha dicho, la leyes y las teorías se forman por generalización, y su campo de aplicación no siempre es conocido con exactitud. En los asuntos humanos suele hablarse de «certeza moral», indicando con ello que podemos saber lo que ocurre habitualmente o en la mayoría de los casos; la razón la acabamos de ver: la verdad práctica es múltiple y además es posible, porque el hombre es libre, que se decida por el error, que elija el mal en lugar del bien.

[1] «Como el juicio erróneo no está causado por la evidencia, su causa se encuentra con mucha frecuencia en la otra facultad espiritual que mueve al entendimiento: la voluntad. Ésta no quiere el error por sí mismo, ya que esto implicaría haberlo reconocido ya como error, sino sólo en cuanto que el juicio correspondiente aparece como un bien, ya que pone fin a la búsqueda de la verdad». LLANO, A., Gnoseología, 70.

[2] «La voluntad mueve al intelecto hacia el fin que la voluntad quiere. Y esto afecta no sólo a los actos de la inteligencia, sino también a sus hábitos. Entre ellos se encuentra la ciencia, como conocimiento cierto por causas». Ibídem, 148.

[3] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, I, 3, 1094b 13.

[4] S. Th., I-II, q. 96, a. 1 ad 3.

[5] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 6, 1107a 6-15.

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