De la encarnación de la mente a la vulnerabilidad: repensar la identidad personal

El acto académico en la Universidad de La Sabana —llevado a cabo el 24 de septiembre de 2025— constituyó el marco formal de una conversación serena y rigurosa sobre la condición humana. El profesor José Manuel Giménez Amaya fue presentado como interlocutor idóneo: médico, neurocientífico y doctor en filosofía, con estancias en instituciones como MIT, Rochester, San Diego, Aarhus y Heidelberg. Esa doble competencia —biológica y filosófica— trazó desde el comienzo la orientación de la conferencia: pensar la identidad humana en la frontera fecunda entre “racionalidad y biología”, entre mente y cerebro, evitando tanto el reduccionismo cientificista como el dualismo ingenuo.

La propuesta central de Giménez Amaya es a la vez metodológica y antropológica. Metodológica, porque reclama que cualquier reflexión sobre la persona incorpore las evidencias empíricas sobre la encarnación de la mente: la cognición tiene bases neuronales y, sin embargo, da lugar a propiedades emergentes que exigen categorías filosóficas para su adecuada comprensión. Antropológica, porque esa constatación empírica reafirma dimensiones constitutivas de la libertad humana —la interioridad, la conciencia moral y la apertura a lo trascendente— que no se agotan en lo puramente biológico. Como sintetiza el propio autor, los avances técnicos “permanecen en el ámbito de lo externo e instrumental”; la identidad última del ser humano, en cambio, se juega en la interioridad y en las prácticas culturales —arte, ciencia, filosofía— que tejen la trama de sentido de la vida humana.

El debate mente-cerebro no es, por tanto, un problema técnico sino una puerta hacia la pregunta fundamental: ¿quién es el ser humano? Al desplazar la discusión desde lo neural hasta lo personológico, pone de manifiesto la condición contingente y vulnerable de la existencia encarnada y nos obliga a replantear las prioridades éticas. Ese giro prepara el terreno para la lectura ontológico-ética que los profesores Jorge Martín Montoya Camacho y José Manuel Giménez Amaya desarrollan en su libro Corporalidad, tecnología y deseo de salvación: apuntes para una antropología de la vulnerabilidad. En esa obra se ancla con fuerza la afirmación: “La vulnerabilidad psicobiológica constituye una de las condiciones más elocuentes de la existencia humana”. Lejos de reducir la vulnerabilidad a un déficit, los autores la interpretan como mediación ontológica que abre a la dependencia recíproca y a un dinamismo desiderativo —el deseo natural de salvación— que exige, por coherencia, una ética del cuidado.

El tránsito entre la evidencia neurocientífica y la interpretación ontológica y ética se puede observar a través de cinco pasos: la constatación de la contingencia biológica, la descripción de la intencionalidad corpórea, la articulación del deseo natural de salvación, la delineación de un ethos del cuidado, y la imaginación de la comunidad esperanzada. Cada paso puede conservar su anclaje empírico —lo que la aportación científica de Giménez Amaya muestra sobre la encarnación de la mente— y, a la vez, se puede proyectar hacia una lectura teleológica: la fragilidad convierte la vida en búsqueda de sentido y abre la posibilidad de una respuesta ética que no instrumentalice al vulnerable.

Si la contingencia biológica indica que el cuerpo está expuesto a la enfermedad, a la dependencia y a la muerte, la intencionalidad corpórea recuerda que el cuerpo vivido (Leib) orienta pre-reflexivamente a fines: buscar ayuda, cuidar, narrar la propia experiencia. Montoya Camacho y Giménez Amaya articulan esto en su libro con reflexiones antropológicas y fenomenológicas para sostener que la vulnerabilidad configura predisposiciones para la solidaridad y la práctica del cuidado; la neurociencia, por su parte, proporciona correas de transmisión: redes de apego, mecanismos de empatía, circuitos que favorecen la cooperación y la resiliencia. La convergencia entre ambos enfoques legitima la tesis de que el cuidado no es una mera convención, sino una práctica arraigada en la constitución misma del ser humano.

El núcleo original del libro, por tanto, reside en relacionar vulnerabilidad y deseo. Se sostiene que el “deseo natural de salvación” no es una abstracción teológica desconectada de la biología, sino un dinamismo que brota cuando la finitud se hace patente: el enfrentamiento con la fragilidad agudiza la pregunta por el sentido último y moviliza la apertura trascendente.

De aquí se deducen consecuencias prácticas decisivas. Primero, en la clínica: los tratamientos deben integrarse en narrativas de sentido; la supresión de síntomas nunca debe ser el único criterio de juicio. Montoya Camacho y Giménez Amaya reclaman, en un libro aún por publicar, una medicina que acompañe, que reconozca la persona en su historia y en su vulnerabilidad, y que valore la restauración identitaria tanto como la restauración funcional. Segundo, en la bioética: la evaluación de tecnologías (biotecnología, dispositivos neuronales, IA en salud) ha de atender no sólo a eficacia técnica sino a su efecto en la dignidad y en la narratividad personal. Tercero, en la política social: la dependencia exige instituciones que favorezcan redes comunitarias y no reduzcan al vulnerable a un problema de coste. Estas ideas, lejos de ser utópicas, se apoyan en los estudios neurocientíficos que muestran cómo los entornos de cuidado favorecen la plasticidad adaptativa y la reconstrucción de sentido.

En este sentido, podemos hablar de una inversión normativa que conmueve el sentido común utilitarista: “la vulnerabilidad no debe ser pensada en términos de déficit, sino de don”. Esta formulación ética transforma la fragilidad en ocasión de virtud —misericordia, hospitalidad, gratitud— y replantea la concepción de la virtud como práctica relacional más que como rasgo de autosuficiencia. La tradición aristotélica y la ética de la práctica encuentran aquí un punto de encuentro con la fenomenología contemporánea y con la evidencia biológica: la persona se realiza en la trama de relaciones que sostienen y responden a la fragilidad.

La convergencia entre la aportación neurocientífica de Giménez Amaya y las tesis desarrolladas en su libro con Montoya Camacho no es mera afinidad retórica; es una invitación a alcanzar una nueva reflexión antropológica sobre el ser humano, y llegar hasta sus dimensiones éticas más prácticas, para transformar instituciones y hábitos. Si la neurociencia confirma la encarnación de la mente y la antropología y fenomenología muestran cómo la vulnerabilidad abre a la trascendencia, entonces la universidad, la clínica y la esfera pública deberán formar profesionales, diseñar protocolos y legislar políticas que integren pericia técnica y comprensión integral del ser humano. El reto es práctico: trasladar una antropología realista y esperanzada a prácticas que cuiden la dignidad integral de la persona.

Para quienes investigamos en la intersección de ciencia, razón y fe, la propuesta de Corporalidad, tecnología y deseo de salvación: apuntes para una antropología de la vulnerabilidad es clara y exigente. Su base se encuentra en la ponencia del profesor Giménez Amaya indicada más arriba. La fragilidad ya no es un problema a minimizar unilateralmente: es el lugar desde el que se puede reconstruir una vida plena, comunitaria y orientada a la esperanza. En síntesis: la vulnerabilidad puede convertirse en fundamento de una comunidad verdaderamente humana, si aprendemos a responder a ella no con indiferencia ni instrumentalidad, sino con cuidado, justicia y hospitalidad. Esa tarea reclama la colaboración estrecha entre neurólogos, filósofos, teólogos, clínicos y legisladores —una coalición amplia para custodiar la dignidad humana en su carne y en su espíritu.