La serie de vídeos recientemente publicada por la Fundación Pia Aguirreche constituye una aportación especialmente significativa al debate contemporáneo sobre el cuidado. No se limita a mostrar buenas prácticas asistenciales ni a sensibilizar ante la fragilidad humana, sino que invita —de manera más profunda— a repensar el cuidado como una dimensión estructural de la vida moral. En un contexto cultural marcado por la autosuficiencia idealizada y por modelos de racionalidad cada vez más fragmentados, estos vídeos abren un espacio sereno para volver a preguntar qué significa cuidar bien y desde qué criterios racionales podemos discernirlo.
En este marco, presentamos el siguiente video de la Fundación Pia Aguirreche: Clase magistral «Ética del cuidado» de la Dra. Elia Martínez, que ofrece una introducción clara y sugerente a los principales núcleos de esta tradición ética, con especial atención al ámbito sanitario y al acompañamiento en la vulnerabilidad.
La llamada ética del cuidado surge, en buena medida, como una crítica a los modelos dominantes de la ética moderna, excesivamente centrados en normas abstractas, en la confrontación de principios o en el cálculo de consecuencias. Frente a estas aproximaciones, diversas autoras han mostrado que la experiencia moral cotidiana se articula en torno a relaciones de dependencia, atención y responsabilidad, que no pueden ser comprendidas adecuadamente desde una racionalidad puramente procedimental.
En Nel Noddings, el cuidado aparece ante todo como una relación concreta entre personas concretas. Cuidar no es aplicar correctamente una regla ni optimizar un resultado, sino responder a una necesidad real mediante una atención comprometida. Esta respuesta exige sensibilidad, pero también discernimiento: saber qué necesita el otro, cuándo y de qué modo. La ética, desde esta perspectiva, no se inicia en el conflicto de normas, sino en la experiencia originaria de haber sido cuidados y en la responsabilidad que de ella se deriva.
Sin embargo, uno de los pasos decisivos en la consolidación de la ética del cuidado ha sido su ampliación al ámbito social y político. Aquí resulta central la contribución de Joan Tronto, quien insiste en que el cuidado no es una disposición privada ni una virtud doméstica, sino una práctica social compleja, indispensable para el funcionamiento justo de las instituciones. Tronto describe el cuidado como un proceso que incluye varias fases —atención, responsabilidad, competencia y receptividad— y subraya que los déficits morales más graves no proceden tanto de malas intenciones como de fallos en el reconocimiento de las necesidades reales.
Este punto conecta de manera directa con una crítica más amplia a los modelos de racionalidad dominantes. Tronto muestra que una racionalidad centrada en la confrontación dialéctica —en el choque de intereses, en la pugna de derechos o en la mera agregación de preferencias— dificulta estructuralmente el cuidado. Cuando la razón opera únicamente en términos de oposición y equilibrio de fuerzas, el cuidado aparece como un coste, una carga o una concesión estratégica, pero no como un bien en sí mismo. En ese contexto, resulta extremadamente difícil discernir cuáles son los fines auténticos del cuidado y por qué merecen ser priorizados.
Este diagnóstico encuentra un eco profundo en la crítica que Alasdair MacIntyre ha formulado frente a la ética moderna. En su análisis del emotivismo, MacIntyre muestra cómo la pérdida de una racionalidad teleológica ha desembocado en la incapacidad de deliberar racionalmente sobre los fines de la vida humana. Cuando los juicios morales se reducen a expresiones de preferencia o a estrategias de negociación, la pregunta por el bien queda desplazada, y con ella la posibilidad de una práctica del cuidado sólidamente fundada.
El diálogo implícito entre Tronto y MacIntyre se vuelve aquí especialmente fecundo. Ambos coinciden en señalar que los problemas morales más profundos no se resuelven mediante un aumento de normas ni mediante una mayor sofisticación técnica, sino recuperando la capacidad de reconocer bienes humanos reales y de ordenar las prácticas sociales hacia ellos. En Tronto, esta crítica aparece formulada como una denuncia de la invisibilización del cuidado en sociedades que se piensan a sí mismas desde la autonomía y la productividad; en MacIntyre, como una crítica al fracaso de la Ilustración para sostener una ética racional sin referencia a fines compartidos.
La clave que permite articular este diálogo es, precisamente, la teleología. Cuidar siempre es cuidar para algo: para sostener una vida vulnerable, para permitir su desarrollo, para acompañarla en su fragilidad o en su declive. Sin una comprensión racional de estos fines, el cuidado queda expuesto a dos reducciones opuestas pero complementarias: o bien se convierte en puro asistencialismo técnico, evaluado solo en términos de eficiencia, o bien se disuelve en una respuesta emotiva sin criterios claros de orientación y límite.
La propuesta de MacIntyre resulta aquí decisiva. En Animales racionales y dependientes, muestra que la vulnerabilidad y la dependencia no son anomalías que la ética deba gestionar a posteriori, sino condiciones constitutivas de nuestra racionalidad práctica. Somos animales racionales precisamente porque somos dependientes: aprendemos a deliberar, a juzgar y a actuar bien en el seno de relaciones de cuidado. De ahí que las virtudes vinculadas al cuidado —la misericordia, la generosidad justa, la atención al otro— no sean virtudes secundarias, sino elementos centrales de una vida lograda y de comunidades humanas sanas.
Desde esta perspectiva, puede decirse que la ética del cuidado necesita de un marco teleológico para alcanzar toda su densidad normativa. Solo una racionalidad que se pregunte por el bien humano, por la vida buena y por los fines de nuestras prácticas puede discernir cuándo el cuidado es debido, cómo debe ejercerse y hasta dónde llega su exigencia. Los modelos racionales segmentados o confrontativos, en cambio, tienden a oscurecer estos fines, haciendo del cuidado una variable dependiente de intereses externos.
En este sentido, los vídeos de la Fundación Pia Aguirreche —y de manera particular la clase magistral que aquí se presenta— no solo ofrecen contenidos formativos valiosos, sino que invitan a un cambio más profundo de mirada. Nos recuerdan que cuidar no es simplemente responder a una urgencia ni cumplir con un protocolo, sino participar responsablemente en el bien del otro, reconociendo la vulnerabilidad compartida que nos constituye.
Pensar el cuidado desde una racionalidad teleológica no implica idealizar la fragilidad ni negar el conflicto, sino asumir que solo cuando sabemos para qué cuidamos podemos cuidar bien. En esa tarea de discernimiento se juega hoy, de manera silenciosa pero decisiva, el futuro moral de nuestras prácticas sanitarias, educativas y sociales.


