La determinación del objeto moral de nuestras acciones

La determinación del objeto de una acción moral no es tan sencilla como parece. Cuando hablamos aquí de “objeto” nos referimos al “objeto moral” de la acción, aquello que responde a la pregunta “¿qué haces?” o, en el caso que la acción ya haya finalizado “¿qué has hecho?”. Lo llamamos objeto de la acción porque está dotado de una cierta objetividad. Es decir, es expresable en palabras y podemos decir lo que hemos hecho, siempre y cuando seamos sinceros con nosotros mismos y con los demás. Algunos objetos de las acciones son, por ejemplo: “ayudar a una persona invidente a cruzar la calle” u “ofrecer la propia comida a alguien que tiene hambre”. Otros son más sencillos en su descripción, como es el caso de “matar”.

La contraposición del objeto de las acciones es el sujeto de éstas, que no es otro que la persona que actúa. En efecto, el sujeto de la moralidad son siempre los actos libres, pero en el fondo esos actos libres remiten siempre a la persona que los lleva a cabo. La persona puede realizar infinidad de actos debido a la libertad que posee. Esto significa que sus acciones pueden ser innumerables, y por tanto, que también pueden ser muy diversos los objetos de esas acciones que realiza. De ahí que haya una cierta dificultad para poder definirlos verbalmente hasta que éstos ya hayan concluido. Por otro lado, debemos tener en cuenta las pasiones que pueden interferir en nuestros juicios, o la inadvertencia ante tantas tareas que tenemos entre manos, o una conciencia moralmente no muy fina o no muy bien formada, todo esto puede hacer que nos cueste entender, con cierta claridad, lo que podemos hacer, o incluso lo que queremos hacer.

Para que las acciones del sujeto sean consideradas como tales deben ser voluntarias, es decir, como dice Tomás de Aquino “la acción procede de un principio intrínseco y está acompañada por el conocimiento formal del fin” (Summa Theologiae I-II, q. 6, a. 1). Parece que es algo muy obvio: la acción debe ser querida y debo saber lo que hago. Pero es importante introducir todas estas nociones para comprender el objeto de la acción moral.

La voluntariedad es un dirigirse deliberado y consciente hacia el objeto; no basta que la persona “tenga conciencia” de lo que hace: se puede tener conciencia de alguna cosa que, sin embargo, no está organizada ni regulada por el sujeto que actúa (como es el caso del latido del corazón). La acción voluntaria es deliberada y consciente porque incluye en su íntima estructura un juicio intelectual que proyecta como bien la acción o aquello que a través de la acción se alcanza. Es un conocimiento racional inmerso en la voluntariedad, un tender juzgando. Por ello se dice que la voluntad es un apetito racional.

Por tanto, la voluntariedad juega un papel fundamental en la acción querida, es decir, en definir lo que quiero hacer, o lo que estoy haciendo, o lo que ya he terminado de hacer. Pero vamos a dar un paso más en estas nociones y vamos a llevar a cabo una pequeña distinción.

Actos voluntarios elícitos y actos voluntarios imperados

Se llaman elícitos los actos voluntarios realizados directamente por la voluntad (amor, odio, decidir una compra, etc.). La persona como centro espiritual toma posición ante un objeto (ama, odia, aprueba, elige, etc.). Los actos elícitos pueden referirse también a objetos que no están en su poder; así por ejemplo, se pueden amar u odiar las cualidades de otra persona, se puede desear que tenga éxito en sus actividades o que fracase, aunque no se haga nada para promover o dificultar estas cualidades, éxitos o fracasos. Pero con mucha frecuencia los actos elícitos proyectan o eligen acciones realizables o realizadas (se decide ir de vacaciones en una fecha específica, comprar algo, etc.), y aplican facultades operativas (las manos para conseguir algo) para realizar lo que se ha decidido hacer. A este tipo de actos que proceden de los actos elícitos y que requieren una cierta articulación operativa se les llama actos imperados de la voluntad.

La distinción que acabamos de introducir es de suma importancia. Los actos elícitos tienen una gran trascendencia en la vida moral, puesto que son el principio y el fundamento de los actos imperados. Además, es claro que cuando definimos lo que vamos a hacer –o lo que hacemos, o lo que hemos llevado a cabo–, tal definición o descripción debe implicar lo que queremos, o deseamos realizar, con esas acciones. Es decir, la descripción moral de las acciones debe captar, en la medida de lo posible, lo que anima al acto imperado: el acto elícito caracterizado esencialmente por la voluntad. En la descripción de un acto no se puede prescindir de la voluntariedad, porque ésta es el nivel básico de intencionalidad, constitutivo de la acción voluntaria imperada. Así, no es posible decir que lo elegido en nuestras acciones es «repartir bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», cuando en realidad lo que hemos hecho es «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», es decir, cuando hemos robado ese dinero. Por más que la descripción total de nuestros actos imperados implique que ese dinero es para tales personas necesitadas, hay un nivel básico de intencionalidad que podríamos estar saltándonos al no describir adecuadamente el acto imperado de robar, que además es un acto ilícito, o moralmente malo.

Por tanto, una de las grandes preguntas referidas a toda esta cuestión es: “¿Qué intención reflejan mis acciones?”. Técnicamente esta pregunta se podría definir de los siguientes modos: “¿Cómo se integran la descripción de las acciones y la voluntariedad?” o “¿qué actos elícitos de mi voluntad se reflejan a través de mis actos imperados?”. Para aclarar esto debemos hacer una apelación a otra distinción.

El objeto directo e indirecto de la voluntad

El objeto directo de la voluntad es el bien (real o aparente) presentado por la razón. Para el sujeto agente, una acción o lo que a través de ella se alcanza, puede tener la razón de bien en formas diversas: hay, por así decirlo, varias clases de bienes. Entre estas, el fin en su acepción más rigurosa es lo que se presenta como bien deseable en sí mismo, es decir, aquello que interesa en sí mismo y, por tanto, puede ser por sí mismo principio de actuación de la voluntad. Una vez conseguido el fin que ha dado origen a un acto de la voluntad, este acto voluntario termina. Fin es lo que se considera como bueno o apetecible en sí mismo, y es querido o realizado por sí mismo. El fin, por tanto, se presenta como fin honesto (por ser objetivamente bueno), y/o como fin deleitable (por la resonancia afectiva que provoca en nosotros).

Existe por último un tercer tipo de bien que no es un fin, pero se quiere en relación al fin y, por eso, entra en el objeto de la voluntad, aunque de modo secundario. Este tercer tipo de bien suele llamarse bien útil, aunque –según Tomás de Aquino– parece preferible llamarlo bien finalizado, o simplemente medio. Este bien, considerado formalmente en cuanto tal no es querido en sí mismo (ni como bien honesto, ni como bien deleitable), sino en cuanto está ordenado (finalizado) a la realización, o consecución, del fin: es querido en virtud de otro.

Entonces, ¿cuáles son los objetos queridos directa o indirectamente por la voluntad? En primer lugar, vamos a hablar del objetivo indirecto. Éste es una consecuencia de la acción (un efecto colateral del acto) que no interesa ni es querida de ningún modo, ni como fin ni como medio, pero es prevista y permitida en cuanto que está inevitablemente unida a lo que se quiere. Por ejemplo, una persona que se somete a una cura contra la leucemia y que, por efecto de su decisión de someterse a ese tratamiento, pierde el cabello. Claramente, en este caso, quedarse calvo es una consecuencia no deseada de la decisión de curarse.

Esto lo hemos observamos, de un modo superficial, cuando hemos hablado de algunos principios para acciones de las que se siguen efectos buenos y malos. En tal apartado indicamos, por ejemplo, que es posible que se sigan efectos malos de acciones buenas, y vimos bajo qué criterios se puede tolerar tales situaciones. Sin embargo, el punto que nos interesa aquí, de todo lo explicado, es que lo ponderado en aquella sección fueron siempre los «efectos». Es decir, que tales males provenientes de acciones buenas, que se podrían tolerar, nunca pueden ser considerados como medios o como fines de las acciones. Por tanto, la querencia de los efectos no es la misma que la que se da para los medios o los fines, sino que es absolutamente indirecta. Si se diera otro caso, en que un aparente efecto es querido directamente, entonces ya no sería un efecto en realidad, y pasaría a tener la categoría moral de fin, o de medio. La diferencia parece sutil, pero es significativa, y esto se da más en el caso de los medios. Para estos últimos, que se les quiera en virtud de otra cosa (es decir que se les quiere para alcanzar un fin) no implica que se les quiera indirectamente. Al contrario, se quiere los medios directamente para alcanzar otra cosa, es decir, el fin.

Lo que acabamos de explicar es importante y complementario con la sección sobre algunos principios para acciones de las que se siguen efectos buenos y malos debido, entre otras cosas, a que si no diferenciamos bien entre un medio, un fin y un efecto, no podremos aplicar adecuadamente los criterios descritos en esa sección del temario. Además, hay que indicar que no podemos engañarnos y pensar que el mal moral que podemos querer como medio, o como fin, en una acción es algo simplemente tolerado, cuando en realidad configura directamente nuestro querer.

Estructura discursiva del obrar y las fuentes de la moralidad

Todo lo indicado hasta este punto nos sirve ahora para poder hablar con rigor del objeto moral, y su importancia. Para empezar, debemos indicar que el obrar voluntario tiene una estructura discursiva.

Estructura discursiva del obrar voluntario

Existen diversos niveles de actuación en la voluntad. Según Tomás de Aquino, a la primera aprensión de un fin se sigue la complacencia de la voluntad que se llama amor. Después hay un juicio que valora la posibilidad y el modo de alcanzar el fin, al cual puede seguir una firme decisión de conseguirlo por medio de ciertas acciones: esta decisión se llama intención. Movida por la intención, la inteligencia delibera acerca de los medios (acción finalizada) idóneos para conseguir o realizar este fin, a los cuales la voluntad puede dar o no su consentimiento. Luego hay que establecer, entre las posibles acciones, cuáles son las más apropiadas y cuáles se pueden poner en práctica inmediatamente (juicio de elección), y se toma entonces la decisión interior de obrar de tal manera (elección). Cuando se ha decidido lo que se hará, aquí y ahora, es preciso organizar y coordinar la actividad de las diversas facultades operativas (imperio racional), y de acuerdo con este plan la voluntad mueve las otras facultades (uso activo de la voluntad y uso pasivo de las otras facultades). Siguen la consecución del fin y el gozo del fin poseído.

La primera aprensión, el amor, la intencion y el juicio que la precede, como el gozo y la fruición final son actos que tienen como objeto el fin, es decir, lo que es deseable en sí y por sí mismo y, entre tales actos, el amor, la intención y la fruición son actos elícitos de la voluntad. El consentimiento, la elección y el uso activo son también actos elícitos de la voluntad, pero que tienen como objeto las acciones ordenadas al fin.

De todos estos actos, en la ética se presta especial atención a elección y la intención. Desde un punto de vista clásico, se entiende por intención un acto de la voluntad que consiste en el querer eficaz de un fin (algo apetecible en sí y por sí) que, en su realidad fáctica, está distante de nosotros, de modo que no resulta inmediatamente realizable o alcanzable, sino que se logra mediante una serie de acciones finalizadas a él. Tal fin es el objeto de la intención, que tradicionalmente se ha llamado «finis operantis». Es decir, el fin por el que se realizan las acciones que son sus medios para alcanzarlo.

Por otro lado, la elección es el acto elícito de la voluntad que tiene por objeto la acción inmediatamente realizable en vista del fin deseado. El objeto de la elección es, por tanto, la acción finalizada que inmediatamente puedo ejecutar o no ejecutar, realizar de una manera u otra. La elección presupone varios actos de la inteligencia: al menos la deliberación y el juicio práctico, y supone también el acto de intención. El objeto de la deliberación y de la elección no puede ser un fin, pues deliberar sobre un bien y elegirlo significa orientarlo a otro, y por tanto significa considerarlo como bien finalizado (medio).

Las fuentes de la moralidad

La moralidad de los actos humanos depende de tres elementos, que son constitutivos:

  1. «El objeto elegido»: es decir, de la elección.
  2. «El fin que se busca»: es decir, de la intención.
  3. «Las circunstancias de la acción», que explicaremos en este apartado.

La pregunta fundamental que surge es: ¿Cuál es el indicador de la moralidad de la acción, el objeto elegido (elección), o el fin que se busca (intención)? El acto de la voluntad se especifica fundamentalmente por el objeto (por el fin o el bien) al que tiende directamente ese acto. El objeto elegido confiere la especie a la elección (la hace ser un tipo de elección y no otro); el objeto (fin o bien) de la intención confiere la especie al acto del consentimiento. Esto se debe a lo indicado con anterioridad. El objeto de la voluntad se da en dos niveles, como hemos visto, porque puede ser querido en sí mismo (fin), o querido por otro (medios). También hemos observado que los medios son acciones finalizadas, por tanto representan verdaderos objetos de la voluntad analizables moralmente por sí mismos. En ese sentido, la intención (finis operantis) es un objeto propio del fin del agente, el cual no se encuentra desgajado de la elección (finis operis) que es un fin del acto realizado.

Cuando estos principios se aplican a una acción sencilla no se plantean problemas particulares: la elección tiende normalmente al acto imperado (por ejemplo, robar un coche) y, por tanto, resulta especificada por él (elección de robar, robo). Sin embargo, en acciones más complejas, donde se presentan simultáneamente diversos bienes, puede surgir la duda sobre que elementos entran en la esencia del acto imperado, y que, por ende, deben considerarse el objeto que especifica moralmente la elección. Este es el caso de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» que tiene como consecuencia «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». En este caso, si el fin de la persona es «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega», de un modo voluntario, entonces no podemos decir que sea querido indirectamente. Por tanto, «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» es un medio (finis operis), es querido en virtud del fin (finis operantis), que es «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». La gravedad de la acción dependerá de lo que signifique el retraso del pago de esa deuda para las personas implicadas. Lo que está claro es que debemos prestar atención a nuestras intenciones y elecciones para poder dar cuenta del objeto de nuestras acciones y los fines que buscamos con ellas.

Para finalizar, puede ser interesante revisar los siguientes dos artículos que vinculan lo revisado sobre las fuentes de la moralidad con dos temas muy actuales.

  • El primero habla sobre cómo puede actuar, en conciencia, un parlamentario cuya postura moral va en contra del aborto en una situación complicada: la posibilidad de votar a favor de una ley más restrictiva, en un país en donde la práctica del aborto esté legalmente extendida.
  • Por otro lado, el segundo artículo nos explica cómo se debe evaluar correctamente -en función del objeto de la acción y no de las consecuencias- la situación del uso preventivo de anticonceptivos en caso de amenaza de estupro.

Casos para observar la importancia de la determinación del objeto moral

Tema 10. Análisis de las acciones morales. La conciencia moral.

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Décimo tema de Ética. Análisis de las acciones morales. La conciencia moral: ¿Qué es la conciencia moral?; conciencia actual y conciencia habitual; la conciencia como norma próxima de la moralidad personal; conciencia y prudencia; conciencia, normas y excepciones; la conciencia y las situaciones; la virtud de la epiqueya; la cooperación al mal, modalidades de la conciencia; formación de la conciencia.

Apuntes sobre este tema aquí.

Análisis de las acciones morales. La conciencia moral.

¿Qué es la conciencia moral?

La conciencia habitual y la conciencia actual

En los libros de Ética y en el lenguaje común se habla de conciencia moral en dos sentidos diferentes, uno amplio y otro estricto, que llamaremos respectivamente conciencia habitual y conciencia actual. Con la expresión “conciencia habitual” se designa la autocomprensión moral de la persona en toda su generalidad. Así entendida, la conciencia no sólo es un tema importantísimo, sino que es en la práctica toda la moral, vista desde el punto de vista del conocimiento que la persona tiene de ella. No es necesario hacer ahora un estudio específico, pues de ella hemos tratado desde el inicio del libro (la experiencia moral, las diversas concepciones del bien humano, la libertad, los principios prácticos y las virtudes, la ley natural, la prudencia).

En su acepción estricta, la conciencia moral designa un acto concreto de la razón práctica, a saber, el juicio acerca de la bondad o malicia moral de una acción singular que nos proponemos realizar o que hemos realizado ya, considerada con todas sus circunstancias concretas[1]. La conciencia forma parte, junto con la virtud de la prudencia, de lo que se puede llamar conocimiento moral particular. Éste se caracteriza por la singularidad, es decir, por estar referido a acciones singulares del sujeto que lo posee, y por su dependencia respecto de las disposiciones de ánimo de la persona agente, aunque en esta dependencia haya grados: es más alta en la prudencia que en la conciencia moral.

En razón de su singularidad, la conciencia moral actual se distingue de la sindéresis, de la ley natural y de la ciencia moral. La conciencia moral no es la visión de los primeros principios, ni tampoco la operación discursiva de la razón práctica encaminada a la obtención de nuevos conocimientos acerca de las exigencias del bien de la persona y de las virtudes. Todo esto es presupuesto por la conciencia, y por ello se suele decir que sin ciencia no hay conciencia. La conciencia no es, pues, el vehículo ni el método para el desarrollo de la ciencia moral. La conciencia no es una operación ni un razonamiento filosófico, sino un juicio personal, por el que las exigencias del bien humano se hacen presentes, personalizándose e iluminando la situación concreta.

Dos modos alternativos de entender la conciencia actual

Nos parece acertada la observación de Pinckaers de que “es importante tener en cuenta la colocación de la conciencia en una determinada organización global de la moral, porque su función y su mismo concepto dependen de las relaciones que se establecen entre la conciencia y los demás elementos del sistema”[2]. Efectivamente, el modo de entender el papel de la conciencia moral es uno de los puntos en que más claramente se distingue la ética “de la primera persona” de la ética de la ley, es decir, la ética que aborda las dimensiones del actuar desde la perspectiva del sujeto que decide y lleva a cabo acciones, frente a la perspectiva de pone el acento en la formulación de leyes para el comportamiento humano.

La ética de la ley ha quedado condicionada por el contexto voluntarista en el que vio la luz durante el siglo XIV. La vida moral se ve como la respuesta de la libertad humana a la ley divina, siendo esta última la expresión de los decretos de la libertad de Dios. Aunque la actitud que debería asumir la libertad humana es la obediencia, este planteamiento de la vida moral favorece que las relaciones entre la libertad humana y la ley divina se conciban como si se tratase de dos campesinos que se disputan una misma parcela de terreno, de forma que lo que se atribuye a uno se le quita al otro, y viceversa[3]. Ley moral y conciencia son elementos exteriores el uno al otro, por lo que fácilmente se pasa a verlos como contrapuestos.

El planteamiento mencionado lleva consigo un concepto negativo de la ley. La ley, así comprendida, es una expresión de la superior voluntad de Dios, tendencialmente entendida de modo positivista, en la que no hay mucho campo para la comprensión. La ley es la que es, porque así ha sido dada, pero podría ser de otro modo. En las acciones mandadas o prohibidas por la ley hay que obedecer; en los ámbitos sobre los que la ley no dice nada se puede obrar con libertad. La ley es un límite de la libertad, y se entiende por ello que la conciencia trate de ampliar el campo de la libertad y de restringir el de la ley. El estudio del fin último, de las virtudes, de la prudencia tiende a perder importancia e incluso a desaparecer casi por completo. La moral se concentra en el estudio de casos de conciencia, para enseñar a compaginar la ley y la libertad en las situaciones que se presentan con más frecuencia.

En estos apuntes, tal como lo expone Rodríguez Luño en su libro “Ética general”, proponemos una concepción diversa. Todos los ámbitos de la conducta y todos los momentos de la vida se dirigen a obtener un bien positivo y sumamente deseable (fin último). A la virtud moral de la prudencia, que presupone las demás virtudes morales, corresponde encontrar las acciones que aquí y ahora realizan la conducta virtuosa. Su tarea fundamental es dirigir el comportamiento para realizar el género de vida deseado, y no la de formular leyes morales ni la de aplicar esas leyes a casos concretos. Sólo en un segundo momento, cuando se reflexiona sobre la actividad directiva de la razón práctica, los principios virtuosos se formulan como normas morales, cuya utilidad es innegable. Cuando es posible recurrir a normas morales correctamente formuladas, la razón práctica ahorra tiempo y esfuerzo, y por ello en este planteamiento carece de sentido la tendencia a restringir la ley y a ampliar la libertad, así como tampoco se puede hablar de ámbitos operativos “libres”. Todos son libres y con todos se cuenta para realizar el género de vida deseado.

La conciencia, norma próxima de la moralidad personal

Todo esto no significa que no concedamos importancia alguna a la conciencia. En nuestro planteamiento, la conciencia moral es la norma próxima de la moralidad personal, contra la cual nunca es moralmente posible obrar. La conciencia moral es para la persona una norma ineludible, no porque sea la norma suprema o más alta, sino porque es la comprensión última y más próxima al sujeto de la moralidad de la acción. Conviene explicar en qué sentido decimos que es “última”. Cuando en el momento de obrar la conciencia juzga que lo que se piensa hacer es conforme a la virtud o contrario a ella, la persona ha puesto en juego todos sus recursos para llegar a formular este juicio, y en ese momento no se puede disponer de un ulterior juicio que juzgue la verdad del juicio de conciencia, entre otras razones porque entonces se buscaría un tercer juicio que juzgue la verdad del segundo juicio acerca del primer juicio de conciencia, luego se querría tener un cuarto juicio que juzgue el tercero, y así se iría al infinito.

En virtud de este carácter ineludible de la conciencia, también la conciencia in- venciblemente errónea obliga moralmente, y no es lícito actuar contra ella. Como veremos más adelante, la conciencia invenciblemente errónea es un juicio objetivamente falso, pero cuyo error no es en modo alguno advertido —y aquí y ahora no es advertible— por la persona; es más, la persona tiene la certeza subjetiva de que su juicio es verdadero.

Conciencia moral y prudencia

Por lo que concierne a la colocación de la conciencia en una ética de las virtudes, parece acertada la interpretación propuesta por Abbà[4], para quien se debe acudir a la distinción entre ejercicio directo y ejercicio reflejo de la razón práctica (ratio practica in actu exercito y ratio practica in actu signato). En el plano del ejercicio directo, la actividad de la razón práctica se dirige a encontrar o a indicar la acción que aquí y ahora trata los bienes humanos de acuerdo a la regla de la virtud. El hábito que perfecciona esta actividad es la virtud moral de la prudencia, que presupone el conocimiento y el deseo de los fines virtuosos.

El juicio de conciencia se sitúa, en cambio, en el plano de la actividad refleja de la razón práctica, en el mismo plano, por tanto, en el que los fines virtuosos se formulan como normas éticas. La conciencia moral y las normas éticas están en el mismo plano de la razón práctica refleja, y por eso la conciencia moral es un juicio sobre una acción concreta fundamentado inmediatamente sobre las normas éticas. Por estar colocada en el plano de la actividad refleja, la dependencia del juicio de conciencia respecto de las disposiciones actuales o habituales de los apetitos es menor que la de la prudencia, y en este sentido Tomás de Aquino afirma que la conciencia moral tiene un carácter prevalentemente, aunque no exclusivamente, cognoscitivo[5]. La conciencia moral juzga sobre la base de la ciencia moral; la prudencia, en cambio, “no consiste sólo en la consideración, sino en la aplicación a la acción, que es el fin de la razón práctica; el defecto en la aplicación se opone a la prudencia”[6]. Con otras palabras: el fin inmediato de la conciencia moral, en cuanto actividad refleja, es emitir un juicio verdadero sobre la moralidad de acción; el fin de la prudencia, en cuanto actividad reguladora directa, es encontrar, imperar y realizar la acción adecuada. Siempre que se realiza una acción mala, hay falta de prudencia, pero no necesariamente hay un error de conciencia, porque es posible que el juicio que guía inmediatamente la elección de la acción mala se oponga al juicio anterior de la conciencia, “como cuando el deseo de una acción deshonesta obnubila a la razón para que ésta no dictamine su rechazo. Y así alguien se equivoca al elegir, pero no en la conciencia, ya que precisamente obra contra su conciencia. Se dice que obra con mala conciencia porque lo hecho no se conforma con la ciencia moral”[7].

En orden a la distinción entre conciencia y prudencia conviene considerar también la insistencia del Aquinate, y de otros autores, en que la conciencia moral es un acto y no un hábito. Con esta tesis no se alude a la distinción entre un hábito y su acto propio, porque lo que se quiere decir precisamente es que la conciencia moral no es el acto propio y específico de un sólo hábito, sino un juicio de la razón que se puede realizar en diversos momentos y en el cual influyen varios hábitos[8]. El juicio de conciencia se formula en diversos momentos: antes de obrar, después de haber realizado la acción, pero también antes del acto de intención o de consentimiento, porque la razón capta la bondad o malicia de cualquier acto de voluntad, sea éste deseo, intención, consentimiento o elección. Nos damos cuenta de que no se debe hacer algo o de que no deberíamos haber hecho algo, pero también advertimos que no es lícito desear tal fin ni deliberar acerca de los medios para realizarlo. En definitiva, la conciencia es un fenómeno más amplio que la prudencia (la prudencia, por ejemplo, no se refiere a lo ya hecho, ni a la intención del fin), pero, por lo que se refiere a encontrar y realizar la elección concreta, la prudencia desarrolla más funciones que la conciencia: esta última se limita a juzgar la moralidad del proyecto operativo; la prudencia, en cambio, es un hábito que ayuda a deliberar, a juzgar, a elegir y a realizar lo conveniente, teniendo en cuenta también el juicio de conciencia [9].

Estudio de los problemas del juicio moral

La conciencia moral juzga las acciones singulares a la luz de las normas morales. Este juicio no es una deducción mecánica, completamente previsible, pasiva y en el fondo banal. No es como hacer una sencilla suma o resta. El juicio de conciencia es un acto de discernimiento intelectual extremamente complejo. Sus diversos elementos, como el saber moral, el conocimiento de la acción y de sus circunstancias, la experiencia del pasado y la previsión del futuro, las condiciones afectivas del sujeto, etc. deben coordinarse y corregirse mutuamente en orden a la obtención de la verdad. En el presente apartado vamos a estudiar la interacción de estos elementos, limitándonos a los aspectos más importantes.

Conciencia y saber moral

El juicio de conciencia se realiza sobre el fundamento de un saber moral poseído previamente por la persona. Esto significa que la conciencia presupone no sólo el hábito de los primeros principios morales (sindéresis), y con él el conocimiento natural de los fines virtuosos, sino también la formulación o explicitación refleja de esos fines bajo la forma de normas éticas o de leyes civiles. No se quiere decir que para formular un juicio de conciencia haya que ser un estudioso de moral, sino que ese juicio requiere un saber moral reflejo, que normalmente se poseerá de modo no científico, y que se adquiere a través de la reflexión, de la educación, por influjo de los usos y costumbres sociales, etc., pero sobre todo por el conocimiento de las normas éticas, que son uno de los principales medios para la comunicación y aprendizaje del saber moral reflejo. Las normas no son sólo un mandato o una prohibición; son, sobre todo, una enseñanza, una instrucción moral, que por medio de fórmulas sencillas transmiten el conocimiento de lo que las virtudes morales exigen en el comportamiento personal y social.

Ya hemos dicho que la aplicación del saber moral no es una operación automática libre de dificultades. Las normas éticas no son un mandato que puede aplicarse ciegamente, sino que son expresiones lingüísticas de una regulación racional (ordinatio rationis) que, ante todo, es preciso entender adecuadamente en sus términos y en su significado para el bien humano. La exacta comprensión de las normas y de la acción a que aquéllas se refieren permite subsanar los posibles defectos de un enunciado normativo, que pueden consistir en que la formulación lingüística de la norma no es muy precisa, o en que se produce un conflicto con otra norma igualmente importante, o porque la persona que actúa se encuentra en una situación que la norma no podía prever. Surgen así una serie de problemas de conciencia que estudiaremos más adelante.

La comprensión y aplicación de las normas éticas presupone la comprensión de las acciones a que las normas éticas se refieren. La acción que la moral llama “eutanasia” es diversa de la decisión de renunciar a la aplicación a un enfermo terminal de una terapia muy costosa y dolorosa de la que no cabe esperar ningún resultado positivo relevante; la acción “mutilación” es diversa de la que realiza un médico cuando según los conocimientos de la medicina es necesaria la amputación de un brazo para salvar la vida del enfermo; la acción “homicidio voluntario” es diversa de la acción “legítima defensa”; no cualquier operación quirúrgica que tenga como consecuencia la imposibilidad de procrear en el futuro puede ser llamada en sentido moral “esterilización”. Si no se conocen bien estas distinciones, no se podrán aplicar rectamente las normas morales que prohíben la eutanasia, la mutilación, el homicidio y la esterilización.

Conciencia, normas éticas, excepciones

Al estudiar la aplicación de las normas éticas que tiene lugar en el juicio de conciencia es preciso tener en cuenta la distinción entre “normas legales” y “normas morales”[10]. Llamamos “normas legales” a las reglas de comportamiento que son constitutivas de la licitud o ilicitud moral —o al menos jurídica— de las acciones, en orden a la promoción o tutela de un bien o de una situación deseable. Muchas leyes civiles son normas legales. La necesidad de lograr o de defender importantes bienes personales o sociales justifica el establecimiento de una norma según la cual algunas acciones, que independientemente de esa norma carecen de bondad o maldad intrínseca, se convierten en buenas o malas. Las normas legales obligan en conciencia, como se ha dicho en el capítulo anterior, pero su naturaleza deja abierta la posibilidad de excepciones y de correcciones mediante la epiqueya, siempre que venga a crearse una situación concreta en que la observancia de esas normas no fuese necesaria o incluso produjese un daño.

Un ejemplo de norma legal puede ser el código de la circulación. La ordenación de la circulación de los coches, necesaria para tutelar la vida de los ciudadanos, manda en España circular por la derecha y detenerse cuando el semáforo está en rojo, y prohíbe lo contrario. Pero pueden existir excepciones o epiqueya. Un domingo de un mes de verano, cuando la ciudad está casi vacía, no es una culpa moral pasar con el semáforo en rojo si hay perfecta visibilidad y la completa certeza de no correr ni hacer correr a nadie ningún riesgo. Esto es posible porque pasar con el semáforo en rojo no es un desorden moral intrínseco, sino que constituye una culpa moral sólo en virtud de una norma que es funcional a la obtención de un bien (la seguridad de automovilistas y peatones). En circunstancias especiales, si ese bien no exige el respeto de la norma, la acción contraria a la norma legal no constituye una culpa moral.

Las “normas morales” son, en cambio, enunciados normativos cuyo fundamento ontológico es la bondad o malicia intrínseca de la acción que se manda o prohíbe. Por ejemplo, la norma moral que prohíbe el adulterio, el aborto o el estupro. Estas normas no son constitutivas de la malicia moral de esas acciones, sino que, por el contrario, la malicia intrínseca de esas acciones es el fundamento de la norma que las prohíbe. La validez de estas normas depende de que expresen con verdad la conformidad o la oposición de las acciones a los principios de la razón práctica, es decir, a las virtudes morales. Cuando observamos una norma moral, no nos limitamos a respetar una regla que generalmente es útil para la tutela de ciertos bienes, sino que realizamos un acto de virtud (justicia, templanza, etc.) o bien omitimos un acto contrario a la virtud. Con relación a estas normas, y hablando en sentido riguroso, no es posible hablar de excepciones, o de epiqueya, porque el bien y el mal no está en adecuarse a una norma que es generalmente funcional a un bien; el bien y el mal está en la acción misma, que en su intrínseca voluntariedad es un acto conforme o contrario a la virtud.

Si en algún caso pareciera que en materia propiamente moral se puede hacer una excepción, lo que en realidad sucede es que nos encontramos ante una acción a la que la norma moral en cuestión no se refiere. Así, por ejemplo, la licitud de la legítima defensa no es una excepción a la norma que prohíbe el homicidio, sino que aquélla es una acción diversa de ésta, por lo que no queda bajo la norma que prohíbe el homicidio. En el ámbito propiamente moral conviene abandonar el concepto mismo de “excepción”, porque en rigor es impensable. No se puede admitir razonablemente que, de vez en cuando, es moralmente admisible un poco de injusticia, un poco de violencia o un poco de lujuria. Esas acciones, aun cometidas de vez en cuando, se oponen frontalmente a los primeros principios de la razón práctica, y lo que se opone a la razón no puede ser razonable.

Conviene distinguir además entre las normas “morales positivas”, es decir, las que mandan hacer algo (honra a tus padres), y las “normas morales negativas”, que prohíben hacer algo (no cometer adulterio). Las normas morales negativas obligan siempre y en cualquier circunstancia o situación. Las normas morales positivas conservan siempre su obligatoriedad, pero no siempre es posible ponerlas en práctica: un hijo siempre está obligado a ayudar económicamente a sus padres necesitados, pero si el hijo no tiene medio económico alguno no puede por el momento cumplir esa obligación. Siempre es físicamente posible omitir lo que es malo, aunque sea a costa de un gran sacrificio, pero no siempre es físicamente posible hacer una obra positiva buena.

Conciencia moral y situación

El juicio de conciencia requiere también la recta comprensión y valoración de la situación. El concepto de situación se ha utilizado a veces para relativizar la validez absoluta de las normas morales negativas y para negar la existencia de acciones intrínsecamente malas (ética de la situación). Pero en sí misma la situación concreta es una realidad antropológica positiva, porque expresa la encarnación, la vocación y la sociabilidad de la persona humana, realidades éstas que, lejos de ser un límite, definen el camino personal de cada uno hacia el progreso moral.

No cabe duda de que el estado civil (casado, soltero), la profesión (médico, juez, militar) y otras características de la persona singular son fuente de particulares derechos y deberes. Las diversas exigencias éticas se estructuran como los pisos de una casa. Los pisos superiores se construyen sobre los inferiores y sobre los cimientos, y éstos sostienen aquéllos. Los deberes éticos derivados del estado civil o de la profesión presuponen las exigencias éticas comunes de la condición humana. Estas últimas pueden adquirir modalidades específicas (el deber de denunciar un comportamiento fraudulento no tiene la misma fuerza y urgencia para un común ciudadano que para un inspector de hacienda), pero los deberes derivados de la condición humana no se pueden relativizar o anular en su sustancia a causa del estado civil, de la profesión, o de otras circunstancias. La profesión que exigiese realizar comportamientos inmorales sería una profesión deshonesta, que no puede ser adoptada por nadie.

Adviértase también que, en el fondo, toda exigencia verdaderamente moral es potencialmente universal. Lo que es obligatorio para tal persona es también obligatorio para cualquier otra persona que viniese a encontrarse en una situación idéntica desde todo punto de vista.

La virtud de la epiqueya

La epiqueya es una virtud moral que perfecciona la capacidad de juicio, haciéndola idónea para alcanzar la verdad moral incluso en situaciones muy excepcionales[11]. El estudio de las fuentes clásicas muestra con claridad que la epiqueya fue concebida, a todos los efectos y en el sentido más riguroso, como una virtud moral, es decir, como un hábito propio del hombre virtuoso[12]. La epiqueya es principio de acciones no sólo buenas, sino excelentes: para Aristóteles la epiqueya es un tipo mejor de justicia[13], y para San Alberto Magno es “superiustitia”[14]. La epiqueya no es algo menos bueno, una especie de “rebaja” o “descuento ético” que se podría tolerar, sino una verdadera virtud ética, que tiene como objeto dirigir la aplicación de las normas legales, fundamentalmente algunas leyes políticas, en situaciones excepcionales.

Glosando el pensamiento de Aristóteles y de Sto. Tomás de Aquino, Cayetano define la epiqueya como “directio legis ubi deficit propter universale[15], dirección de la ley cuando ésta es defectuosa a causa de su universalidad. El hombre virtuoso sabe no sólo cuáles comportamientos están preceptuados y cuáles están prohibidos, sino que entiende también la razón del mandato o de la prohibición. Por eso puede advertir que, en una determinada situación excepcional, el cumplimiento de la ley causaría un daño a la justicia o al bien común.

Esto puede suceder porque el legislador humano tiene que dictar una disposición general adecuada a lo que normalmente ocurre, pero no puede prever todas las posibles situaciones excepcionales. Cuando el virtuoso se da cuenta de que se ha producido una situación de este tipo, se considera obligado a corregir la aplicación de la ley, haciendo lo que el legislador mandaría hacer si estuviese presente o si hubiese podido prever esta situación. Y obra así no porque ello sea tolerable, sino porque se debe obrar así para promover la justicia o el bien común. Cuando es el caso, la epiqueya no es algo que se puede aplicar, sino algo que se debe aplicar, y no sería virtuoso quien no lo hiciera. Si, por ejemplo, una ordenanza municipal prohíbe terminantemente atravesar un jardín pisando el césped, es claro que esa disposición no contempla el caso en que fuese necesario pasar por allí para huir de un incendio, de una inundación o en cualquier otra situación excepcional de peligro para la comunidad. Sería necio quien no acudiese en socorro de los ciudadanos en peligro por no pisar el césped del jardín público. Cuando una ley resulta inadecuada, se debe actuar acudiendo a principios de nivel más alto, más directamente dependientes del concepto mismo de justicia o de bien común[16].

Existe un acuerdo bastante amplio en que no se debe cumplir una norma legal si su cumplimiento origina daños contra la justicia o el bien común (cuando en un caso concreto la ley es defectuosa aliquo modo contrarie), y que, en cambio, se debe respetar la ley en aquellos casos en que la razón que la fundamenta no parece especialmente urgente o pertinente. En el ejemplo anterior, no sería justo pisar el césped para quien no tuviese otra razón para hacerlo que el hecho de que va descalzo, alegando que la ordenanza municipal mira a la conservación del jardín, y que pasando descalzo no se estropea el césped. Tomás de Aquino piensa que, incluso cuando el cumplimiento de una norma legal puede causar un daño, es preferible consultar a la autoridad si hay tiempo para ello, es decir, si el peligro, aun siendo cierto, no es inminente [17].

Si hay acuerdo al decir que la epiqueya debe aplicarse cuando en un caso concreto el cumplimiento de la norma legal es aliquo modo contrarie (de alguna manera contraria) al bien común, hay desacuerdo acerca del significado del «aliquo modo». Tomás de Aquino y Cayetano piensan que la epiqueya debe aplicarse cuando el cumplimiento de la norma legal ocasionaría un daño real a la justicia o al bien común. Francisco Suárez piensa, en cambio, que este parecer es demasiado rígido, y que la epiqueya se aplica también: 1) cuando el cumplimiento de la norma legal, aun no causando una injusticia, es muy difícil y oneroso, por ejemplo si implica poner en peligro la propia vida; 2) cuando se tiene la certeza de que el legislador humano, aun habiendo podido obligar también en este caso, no tuvo ni tiene la intención de hacerlo; 3) cuando la observancia de la ley no daña el bien común, pero sí el bien individual, siempre que —añade Suárez— el bien común no obligue a causar o a permitir este daño individual. Sin necesidad de dirimir ahora la cuestión, notamos que Suárez no ve la epiqueya como una virtud ética, sino como una interpretación benigna de la ley, por lo que todo su razonamiento tiene un carácter jurídico más que moral.

Las normas propiamente morales, en cuanto formulan las exigencias de las virtudes, no pueden ser corregidas por la epiqueya. Las exigencias de la justicia nunca pueden ser contrarias a la justicia y al bien común. Por eso se dice que la ley moral natural queda fuera del campo de aplicación de la epiqueya. Puede suceder, sin embargo, que la formulación lingüística humana de un deber de justicia resulte inadecuada en una situación particular, y entonces el comportamiento virtuoso se apartará de la letra de esa norma, pero no de su sustancia (la recta razón). Un ejemplo clásico es el de la restitución de lo que se ha recibido en depósito. Se ha de restituir lo que se tiene en depósito porque ello es un acto de la virtud de la justicia. Pero si alguien reclama la restitución de un arma con la intención manifiesta de usarla para cometer un crimen, restituir el arma ya no sería un acto de la virtud de la justicia, sino todo lo contrario (armar al asesino es complicidad). En este caso lo confiado en depósito no se debe restituir, pero esto es así no porque excepcionalmente se pueda no ser justo, sino precisamente por lo contrario, es decir, porque la justicia no admite excepciones, diga lo que diga la formulación literal de una norma.

La cooperación al mal

Uno de los problemas de conciencia más delicados y, a veces, más difíciles de resolver es el de la cooperación al mal. Por cooperación al mal se entiende una acción u omisión que de algún modo hace posible o facilita que otra persona cometa una acción moralmente mala. En las actividades sociales, profesionales, comerciales y políticas: la abogacía, la publicidad comercial, la distribución y venta de periódicos y revistas, la venta de algunos productos farmacéuticos, el ejercicio de los deberes electorales, la medicina, las finanzas, etc. se dan con frecuencia situaciones en las que la persona se pregunta hasta qué punto es posible colaborar, aunque sea de modo involuntario o sólo indirectamente voluntario, con quien actúa de modo inmoral.

Conviene distinguir, en primer lugar, la cooperación al mal del escándalo. La cooperación consiste en la ayuda o facilitación que mi acción presta a la ejecución de lo que otro ya ha decidido autónomamente hacer. El escándalo se da, en cambio, cuando mi acción o mi consejo es de algún modo la causa de que otra persona decida comportarse mal. En el escándalo, la determinación de hacer el mal tomada por otra persona es —en diversos grados, pero siempre de modo parcial— efecto directo o indirecto de mi acción voluntaria. El escándalo puede realizarse de varias formas: mal ejemplo, seducción, incitación, etc., pero en todo caso constituye siempre una culpa moral.

En segundo lugar se deben distinguir los diversos tipos de cooperación al mal; hay que distinguir principalmente la cooperación formal de la cooperación material y, después, las diversas modalidades de esta última. Existe cooperación formal al mal cuando la cooperación al pecado ajeno es querida directamente y por libre iniciativa nuestra, y como tal implica aprobación. Se da cooperación material al mal cuando ni aprobamos ni queremos cooperar al pecado ajeno; toleramos o soportamos la cooperación porque se desprende inevitablemente de una acción que bajo algún aspecto tenemos necesidad de poner.

Dentro de la cooperación material al mal se distingue, por una parte, la cooperación inmediata o directa y la mediata o indirecta y, por otra, la próxima y la remota.

  • Se da cooperación material inmediata o directa cuando se ayuda a otro a realizar la acción mala; por ejemplo, ayudar a un ladrón a realizar la acción de robar.
  • Se da cooperación material mediata o indirecta cuando se proporciona un instrumento que otro empleará para hacer el mal; por ejemplo, el que vende vino que otro utilizará para emborracharse.
  • La distinción entre la cooperación material próxima y remota depende de la proximidad física o moral entre mi acción y la acción mala de la otra El director de un banco que concede préstamos a una revista dedicada a fomentar conductas inmorales coopera próximamente; quien ingresa sus ahorros en un banco que se dedica a realizar este tipo de préstamos coopera remotamente. La cooperación material inmediata o directa es siempre próxima; mientras que la cooperación material mediata o indirecta puede ser tanto próxima como remota.

Pasamos ahora a la valoración moral. La cooperación formal al mal es siempre moralmente ilícita, ya que implica aprobación y participación plenamente voluntaria en un comportamiento inmoral. La cooperación material al mal es, por lo general, moralmente ilícita y debe evitarse. El bien de la persona humana, considerada también en su dimensión social, no sólo requiere que cada uno obre según la recta razón, sino que procure que, en lo que depende de él, existan condiciones favorables para el bien de todos los demás, ayudando y contribuyendo en la medida de las propias posibilidades. La sociabilidad tiene y debe tener un sentido eminentemente positivo: representa una ayuda que todo hombre necesita para crecer como persona y realizar día a día un género de vida moralmente valioso.

No obstante, existen algunas circunstancias que pueden hacer lícitas algunas acciones con las que se coopera materialmente al mal. Tratándose de cooperación material, la cooperación no responde a una libre iniciativa de cooperar, sino a cierta necesidad de conseguir un bien o de evitar un mal mediante la acción de la que otro se sirve para realizar sus propósitos inmorales. La primera condición para que una acción de este tipo pueda ser lícita es que exista realmente necesidad de realizarla, es decir, que no exista otra posibilidad de conseguir el bien necesario o de evitar el mal que es preciso evitar. Si existe la posibilidad de actuar sin cooperar al mal, aunque ello comporte cierto esfuerzo o presente alguna incomodidad personal, no será moralmente admisible la cooperación al mal.

Si no existe esa otra posibilidad, entonces el problema puede resolverse con los criterios estudiados a propósito de las acciones con efectos indirectos negativos, porque de eso se trata en realidad. Para el tema del análisis de las acciones en el que estamos implicados ahora (a la que se suma la posible colaboración hacia las acciones de otro agente) para que la cooperación material sea moralmente lícita se requieren las siguientes condiciones: 1) la acción que realiza quien coopera no puede suponer en sí misma la lesión de una virtud; 2) su intención debe ser recta; 3) la acción mala de la otra persona no puede ser la causa (en el plano intencional, el medio) por la que se obtiene el bien necesario; y 4) debe existir proporción entre la importancia y necesidad del efecto bueno que necesito lograr y la negatividad representada por la cooperación (gravedad del mal al que se coopera, proximidad de la cooperación, etc.).

Requiere particular cuidado la valoración de la cooperación material inmediata, es decir, la participación en la misma acción mala. Es bastante fácil que, si no existe una razón clara y grave que explique la decisión de cooperar, la cooperación material inmediata sea en la práctica una cooperación formal implícita. Una razón que distingue claramente la cooperación material inmediata de la cooperación formal implícita es la constricción o la violencia. En el ejemplo de una persona que ayuda a cargar o a transportar en un coche los bienes robados porque el ladrón la amenaza con un arma, es claro que se trata de cooperación material impuesta con la fuerza. En otros casos puede no haber violencia propiamente dicha, pero sí graves amenazas o cierta constricción moral, porque si no se coopera se pueden producir graves males o impedir bienes muy importantes. En todo caso, nunca es moralmente lícito cooperar de modo inmediato con acciones que representan un atentado muy grave o irremediable contra la justicia, como son, por ejemplo, el homicidio, el aborto, el estupro, etc.

En los casos en los que, según lo que hemos dicho, fuese posible realizar la acción con la que sin querer se coopera al mal, sigue siendo moralmente necesario tomar las oportunas precauciones para evitar el peligro de caída moral para uno mismo y para los demás (escándalo).

Si estos problemas se afrontan con una actitud moral débil, los criterios anteriormente mencionados podrían dar lugar a una casuística minimalista en la que, mediante la hábil aplicación de unas reglas, la persona podría eludir su responsabilidad moral. Por eso, parece necesario insistir en que existe la obligación ética de cooperar al bien, de contribuir al bien de los demás y al recto ordenamiento de las actividades humanas, así como hoy es urgente la necesidad de prever y evitar en la medida de lo posible las situaciones difíciles —para sí mismo y para los demás— en las que la cooperación al mal se haría poco menos que inevitable. Si a pesar de haber tomado las precauciones oportunas esas situaciones se presentasen, habrá que considerarlas como situaciones excepcionales, de las que es preciso salir cuanto antes. Es lógico que la persona madura y responsable trate de defender ante todo la propia identidad moral, y que por defenderla esté dispuesta a notables sacrificios personales, sin ceder ante situaciones con las que otros vienen a plantear un verdadero “chantaje ético”. Positivamente, las complejas circunstancias sociales y profesionales exigen muchas veces organizar, con la colaboración de otros, estructuras profesionales y económicas donde sea posible trabajar sin tener que renunciar a las propias convicciones éticas.

Modalidades de la conciencia moral

Clasificación de los tipos de conciencia

Cabe clasificar las diversas modalidades que puede presentar el juicio de conciencia atendiendo a tres criterios.

  • Por su relación al acto, hablamos de conciencia antecedente y consecuente. La conciencia antecedente es la que juzga sobre un acto que se va a realizar, mandándolo, permitiéndolo, aconsejándolo o prohibiéndolo. La conciencia consecuente es la que aprueba o desaprueba una acción ya realizada, produciendo tranquilidad después de la acción buena y remordimiento después de la mala.
  • En razón de su conformidad con el bien de la persona, la conciencia puede ser verdadera o recta y errónea o falsa. Conciencia recta es la que juzga con verdad la moralidad de un Conciencia errónea es la que no alcanza la verdad sobre la moralidad de la acción, estimando como buena una acción que en realidad es mala, o viceversa. La causa del error de conciencia es la ignorancia, cuya naturaleza y modalidades (antecedente-invencible, consecuente-vencible). Lo que decimos presupone obviamente que la conciencia moral humana es falible, hecho de experiencia que nos parece indiscutible. Todos hemos advertido alguna vez, al pensar en nuestras acciones pasadas, que nuestro juicio de conciencia ha sido erróneo, error que a veces reconocemos como culpable y a veces como inculpable. Es más, a veces se tiene la desagradable sorpresa de comprobar que, haciendo lo que en conciencia se considera justo, se ha causado a otro una grave injusticia. El haber actuado con buena conciencia en poco disminuye el daño causado
  • Según el tipo de asentimiento, es decir, según el grado de seguridad con que se emite el juicio, la conciencia puede ser cierta, probable y dudosa. Conciencia cierta es la que juzga con seguridad que un acto es bueno o Conciencia probable es la que dictamina sobre la moralidad de un acto sólo con probabilidad, admitiendo la posibilidad opuesta. Propiamente se llama conciencia dudosa a la suspensión del juicio de conciencia. La inteligencia, ante una acción que debe juzgar, hace un razonamiento a partir de la ciencia moral, pero no consigue obtener una conclusión.

Principios para seguir la conciencia

La conciencia moral es regla moral en cuanto expresión de la recta razón, es decir, en cuanto juicio racional por el que el hombre tiene presentes las exigencias éticas y juzga las acciones a su luz. Como las modalidades de la conciencia pueden ser múltiples (verdadera, falsa, cierta, dudosa, etc.), es preciso tener en cuenta una serie de principios para determinar cuándo un juicio de conciencia es verdaderamente expresión de la recta razón.

  • Sólo la conciencia cierta es regla moral. La conciencia cierta se debe seguir. Quien actúa en contra de ella obra mal necesariamente, porque contradice la exigencia moral No es decisivo a este respecto que la conciencia sea verdadera o falsa: el que quiere una acción juzgada con certeza como mala, aunque objetivamente sea buena, quiere lo que con certeza ve como mal y peca formalmente. Si, por ejemplo, alguien afirma una cosa pensando con certeza que es falsa, aunque en realidad sea verdadera, está mintiendo, pues como mentira ha conocido y querido su acción. Es esto una consecuencia del hecho de que la intencionalidad de la voluntad es guiada y ordenada por la razón.
  • Además de cierta, la conciencia debe ser verdadera o invenciblemente errónea para ser regla de moralidad. En sentido estricto, sólo es regla de moralidad el juicio de conciencia de una razón recta, es decir, la conciencia Sin embargo, la imperfección y falibilidad humana hace posible que el hombre, puesta la diligencia debida, en algunos casos estime sin culpa como recta una conciencia que en realidad es errónea. Por eso, la conciencia invencible- mente errónea también se debe seguir. Pero tal conciencia es regla no de modo absoluto, porque sólo obliga mientras dura el error; además obliga de modo accidental, y no por sí misma, pues se debe seguir en la medida en que el hombre la considera, invenciblemente, como verdadera.
  • La conciencia venciblemente errónea no es expresión de la recta razón. No es lícito seguirla, ya que la acción consiguiente a un error culpable es culpable in causa, esto es, en la misma medida en que lo es el error de que procede. Pero tampoco se puede obrar en contra de ella, pues se haría lo que aquí y ahora se ve como malo. Existe, por tanto, la obligación de salir del error antes de Téngase en cuenta que quien está en un error vencible muchas veces no se da cuenta de cuál es la solución del problema; simplemente advierte que lo que piensa no es seguro, que tiene que investigar más, etc., por lo que desde luego no tiene conciencia cierta.
  • No es lícito obrar con conciencia dudosa. El que obra con una duda positiva (fundada en razones o sospechas serias) sobre si el acto es malo, se expone voluntariamente a obrar mal, y por ello debe resolver la duda antes de actuar.

La formación de la conciencia moral

La posibilidad de un error inculpable de conciencia (ciertamente real, pero poco frecuente cuando se trata de materias importantes) no debe llevar a quitar importancia a la rectitud objetiva del comportamiento. La acción humana tiene con frecuencia repercusiones interpersonales y sociales, que serán negativas si la acción es moralmente negativa, aunque hubiese sido realizada con un error inculpable. Pero está sobre todo el hecho de que la finalidad de la vida moral no queda salvada cuando se puede tener la conciencia tranquila por no haber actuado con mala voluntad. A través de las acciones libres se realiza o no se realiza la vida buena, y las acciones libres, por otra parte, siempre dejan una huella en el sujeto: los hábitos (virtudes o vicios). Si se desatienden las exigencias éticas por seguir el impulso hacia el placer, la comodidad, la cobardía, etc., aun en el caso de que la persona no lo advirtiera, la afectividad se desordena cada vez más, y cada vez en medida mayor obstaculizará las percepciones de la razón práctica, con lo que la personalidad moral corre el riesgo de malograrse, permaneciendo por largo tiempo en un estado de excesiva inmadurez, sin llegar a alcanzar nunca el necesario equilibrio y el natural crecimiento.

De ahí la extrema importancia de la formación de la conciencia moral. Esta tarea requiere, en primer lugar, un esfuerzo positivo de discernimiento, de reflexión y de estudio, para asegurarse de que se conocen bien los aspectos morales de las actividades que se realizan. Además, la conciencia también depende de las disposiciones morales de la persona (virtudes y vicios); por eso, la práctica de las virtudes y la lucha contra el vicio es necesaria para llegar a tener una con- ciencia bien formada. Entre las virtudes morales, la sinceridad y la humildad tienen particular importancia en la formación de la conciencia: para reconocer las propias equivocaciones, para pedir consejo a las personas más prudentes o de mayor experiencia, etc.

Es grande también la importancia de la templanza, salvaguardia de la prudencia, porque ayuda a no confundir el placer con el bien y el dolor con el mal. Aristóteles señalaba que la voluntad humana tiene como objeto el bien, “pero este objeto, para cada uno en particular, es el bien tal como le aparece”. Por eso añade que “el hombre virtuoso sabe siempre juzgar las cosas como es debido, y conoce la verdad respecto de cada una de ellas, porque según son las disposiciones morales del hombre, así las cosas varían. Quizá la gran superioridad del hombre virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas, porque él es como su regla y medida, mientras que para el vulgo en general el error procede del placer, el cual parece ser el bien, sin serlo realmente. El vulgo escoge el placer, que toma por el bien; y huye del dolor, que confunde con el mal”[18]. Es, pues, muy antigua la convicción de que el conocimiento del bien y del mal en la acción concreta no requiere únicamente la agudeza del intelecto, sino también una recta disposición de la afectividad (virtudes morales), sin la cual la razón no consigue desempeñar su función rectora de la conducta.

Señalamos, por último, que existen deformaciones habituales de la conciencia, debidas en buena parte al descuido habitual de los medios para la formación moral, de modo que la persona queda indefensa ante la presión de las ideologías, del ambiente, de las pasiones humanas. Así, puede darse la conciencia laxa, que sin fundamento alguno quita la razón de pecado a actos que realmente la tienen. La conciencia laxa puede ser cauterizada, si por la frecuente repetición de un determinado tipo de acciones moralmente malas llega a no advertir su gravedad e, incluso, a no reconocer malicia alguna en ellas. Puede ser también farisaica, que hace a la persona muy sensible ante algunos actos exteriores, pero que permite pecar sin cuidado alguno en otras materias de gran importancia.

Otra deformación posible es la conciencia escrupulosa, que es la que sin motivos fundados teme siempre haber cometido alguna falta. La característica fundamental de los escrúpulos es el infundado temor y la ansiedad desproporcionada. Los escrúpulos propiamente dichos suelen tener una componente patológica (o al menos de agotamiento nervioso), y no se deben confundir con otros fenómenos que también causan turbación: el horror ante las graves consecuencias de un determinado comportamiento negativo, la dificultad para aceptar las propias equivocaciones, etc.

[1] De entre la abundante bibliografía sobre la conciencia moral, nos parecen especialmente útiles los siguientes estudios:, ABBÀ, G., Felicidad, vida buena y virtud, cit., cap. VI; BORGONOVO, G., Sinderesi e coscienza nel pensiero di san Tommaso d’Aquino. Contributi per un «ri-dimensionamento» della coscienza morale nella teo- logia contemporanea, Éditions Universitaires, Freiburg 1996; GARCÍA DE HARO, R., La conciencia moral, Rialp, Madrid 1978; LAUN, A., La conciencia: norma subjetiva suprema de la actividad moral, Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1993; LOTTIN, O., Psychologie et Morale aux XIIème et XIIIème siècles, Gembloux-Louvain 1942-1960, vol. II, pp. 103-350; PALAZZINI, P., La coscienza, Ares, Milano 1968; PINCKAERS, S., «Coscienza, verità e prudenza», en BORGONOVO, G. (ed.), La coscienza (Atti della Conferenza Internazionale patrocinata dal «Wethersfield Institute»: Orvieto 27-28 mayo 1994), Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1966, pp. 126-141; RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, cit., cap. V; RODRÍGUEZ LUÑO, Á., La scelta etica, cit., caps. VI-VIII.

[2] Pinckaers, S., “Coscienza, verità e prudenza”, cit., p. 127 (la traducción al castellano es la que se encuentra citada en el libro de Ángel Rodriguez Luño de donde proceden estos apuntes. Ver la referencia al final).

[3] Cfr. para todo este tema Pinckaers, S., Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 1988, caps. X y XI.

[4] Cfr. Abbà, G., Felicidad, vida buena y virtud, cit., cap. VI, apartado III.

[5] Cfr. In II Sent., d. 24, q. 2, a. 4, ad 2; De veritate, q. 17, a. 1, ad 4. 6. Cfr. S. Th., II-II, q. 47, a. 1, ad 3.

[6] Cfr. S. Th., II-II, q. 47, a. 1, ad 3.

[7] Cfr. De veritate, q. 17, a. 1, ad 4.

[8] Cfr. De veritate, q. 17, a. 1; S. Th., I, q. 79, a. 13, ad 3.

[9] El hecho de que la prudencia se sitúe en el plano del ejercicio directo de la razón, y la conciencia, en el reflejo, no significa que en la práctica la prudencia no pueda disponer de un juicio de conciencia ya formulado. La acción con la que la prudencia se está inclinando a resolver un problema actual, ha podido ser juzgada por la conciencia en una ocasión anterior. Más en general, cuando se actúa se dispone ya de un saber moral obtenido anteriormente, lo que no se opone al hecho de que, considerando filosóficamente la estructura del saber moral, se diga que el saber moral es reflexivo.

[10] Cfr. Rhonheimer, M., La perspectiva de la moral, cit., pp. 336-340.

[11] Es clásico el estudio de la epiqueya que realiza Aristóteles en EN, V, 10, 1137 b 11 – 1138 a 3.

[12] Cfr. S.Th., II-II, q. 120, a. 1. Para un estudio detallado de las fuentes y de su evolución histórica, remitimos a Rodríguez Luño, Á., La virtù dell’epicheia. Teoria, storia e applicazione, «Acta Philosophica» 6 (1997) 197-236 y 7 (1988) 65-68.

[13] Cfr. EN, V, 10, 1137 b 24.

[14] Alberto Magno, Super Ethica Commentum et Quaestiones, en Opera Omnia, editada W. Kübel, Münster 1968-1972, tomo XIV, pars I, p. 384.

[15] Cayetano, Comentario a la «Summa Theologiae», cit., II-II, q. 120, a. 1.

[16] En este sentido afirma Tomás de Aquino que la epiqueya es “como una regla superior de los actos humanos” (S. Th., II-II, q. 120, a. 2). Con esto no se quiere decir que la epiqueya esté por encima del bien y del mal, sino simplemente que, cuando los normales criterios de juicio se hacen inadecuados, se debe actuar según un juicio, que el Aquinate llama “gnome”, que se inspira directamente en principios éticos de más alto nivel.

[17] Al hacer esta observación, a Tomás de Aquino no se le escapa un problema muy vivamente sentido por la conciencia jurídica actual. Si, a excepción de los casos verdaderamente urgentes y claros, cada ciudadano se siente autorizado a saltarse las leyes según la propia apreciación de la urgencia de la razón de justicia o de bien común que las fundamenta, aun en el caso de que no se obrase injustamente, se crearía un desorden que haría poco menos que imposible la vida social.

[18] EN, III, 4, 1113 a 24-36.

En la elaboración de estos apuntes he utilizado casi en su totalidad el capítulo X del libro de Ángel Rodríguez Luño, “Ética general”, Eunsa, Pamplona 2010 – Sexta edición.

Tema 9. La ley civil

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Noveno tema de Ética. La ley civil: ¿Por qué existen las leyes civiles?; La finalidad de las leyes civiles; la concepción aristotélica de las leyes; el orden constitucional democrático de derivación liberal; obligatoriedad de las leyes civiles; el problema de las leyes injustas; responsabilidad ciudadana.

Apuntes sobre este tema aquí.

La ley civil

Por leyes civiles entendemos, en un sentido bastante amplio, las disposiciones normativas dictadas legítimamente por el Estado o por otras sociedades de carácter político (Comunidades Autónomas, Regiones, Municipios, etc.). Las leyes obligan a todos los ciudadanos, es decir, tienen un carácter general. La sentencia con la que se concluye un proceso judicial en favor o en contra de una persona, o el acto por el que se concede la amnistía a un individuo no son leyes.

En el estudio de las leyes civiles se debe tener presente la distinción entre ética personal y ética política. La ética política dirige la actividad legislativa del Estado, valorando la adecuación de las leyes civiles al bien común político. La ética personal, en cambio, considera las leyes civiles como normas ya establecidas que, promulgando y sancionando las exigencias éticas más importantes para la convivencia social, constituyen una verdadera regla del comportamiento moral de la persona. Las leyes civiles son una parte de la regla moral, como lo son también, aunque en sentido y con valor distinto, la ley moral natural, las virtudes y la conciencia. Sin embargo, para explicar la finalidad y el valor de las leyes civiles, así como para tratar el problema de las leyes injustas, es necesario asumir la perspectiva de la ética política.

¿Por qué existen las leyes civiles?

La respuesta más inmediata a la pregunta de por qué existen las leyes civiles es que la sola ley moral natural y el ejercicio personal de la racionalidad práctica no son suficientes para alcanzar un orden en la vida social. El establecimiento y la conservación del buen orden de la vida humana en el seno de la sociedad política requiere que algunos principios éticos, referentes sobre todo a la justicia, sean promulgados, explicitados, determinados y sancionados por las autoridades políticas mediante leyes civiles. Promulgar, explicitar, determinar y sancionar son las funciones, íntimamente relacionadas entre sí, que las leyes civiles desempeñan directamente, y que justifican su existencia y su valor moral [1].

Promulgar significa poner en público conocimiento mediante un texto legal la obligación de realizar o de omitir un determinado comportamiento. Los preceptos primeros de la ley natural y los preceptos segundos muy próximos a los primeros son generalmente conocidos, pero no se puede decir lo mismo de los preceptos de la tercera categoría. Las leyes civiles garantizan, dentro de lo posible, que las reglas de conducta necesarias para la vida social sean conocidas y valoradas debidamente por todos los ciudadanos, también por los que tienen una sensibilidad moral menos desarrollada. Explicitar quiere decir extraer conclusiones de un principio; así, por ejemplo, el principio de la patria potestad se puede explicitar enumerando detalladamente los derechos y los deberes que ese principio otorga e impone a los padres con relación a sus hijos. Se puede discutir si alguna ley civil puede ser una simple explicitación de la ley natural, es decir, si cabe una explicitación que no sea también determinación. En todo caso en el hecho de la explicitación de una ley media la racionalidad y la perspectiva de su aplicación. Las leyes no brotan directa o espontáneamente de los planteamientos, o bienes incoados en la ley natural. Esto se entiende mejor si indicamos que una consecuencia necesaria de la ley moral natural, por muy lejana que se encuentre de los principios fundamentales, pertenece a la ley natural, por lo que una ley civil que fuese simple explicitación parecería ser un duplicado de la ley natural. Dejando de lado la cuestión teórica, no cabe duda que la complejidad de la vida social actual requiere llegar, en la explicitación de los principios de justicia, hasta detalles concretísimos (piénsese, por ejemplo, en las leyes fiscales y comerciales). Aun en la hipótesis de que, por tratarse de simple explicitación, una ley civil fuese una consecuencia necesaria de la ley natural, no se trataría de un duplicado inútil, porque la imposibilidad de que una buena parte de los ciudadanos pueda desarrollar por su cuenta los principios de justicia hasta consecuencias tan concretas y complejas, hacen necesaria su promulgación positiva.

Determinar significa elegir y hacer obligatorio uno de entre los diversos modos posibles de realizar o de defender un principio ético: la subsidiariedad del Estado con relación a la educación puede actuarse, por ejemplo, mediante la financiación de los centros educativos no estatales, mediante la financiación de las familias (sistema del cheque escolar) o bien por medio de algún otro sis- tema. Ésta es sin duda una de las funciones más importantes y necesarias de las leyes civiles. Muchos de los principios éticos de justicia admiten diversos mo- dos de realización práctica, pero la vida social requiere una regulación precisa que permita saber con certeza cuáles son los propios derechos y deberes, que defina con exactitud las competencias de los diversos organismos del Estado y que consienta saber, en definitiva, cómo debemos relacionarnos con los demás en los diversos campos de la actividad humana. La vida social sería imposible si sus complejas relaciones y estructuras fuesen dejadas a la improvisación de cada uno.

A la promulgación va unida normalmente la sanción. La sanción puede entenderse en sentido amplio, como aprobación o condena de un comportamiento por parte de la autoridad, o en sentido penal, y entonces es la determinación de la pena que será impuesta a quien no observe lo establecido por la ley. La sociedad política es la casa de todos, y no sólo la de los virtuosos, por lo que el derecho penal se hace necesario para tutelar los derechos de las personas y el orden social. El sistema penal, si está bien concebido y organizado, cumple no sólo una función de rehabilitación de los delincuentes, sino también —se quiera o no— de educación para todos los ciudadanos, que ven en la existencia o no existencia de una pena, y en la mayor o menor entidad de ésta, una indicación clara y concreta acerca de la mayor o menor injusticia de un comportamiento .

Las leyes civiles tienen otra importante función que podemos llamar función expresiva. Las leyes de modo directo mandan, permiten o prohíben ciertos comportamientos. Pero a la vez expresan (contienen y transmiten a los ciudadanos) una concepción del hombre y de la sociedad. Una legislación que regula minuciosamente casi todos los ámbitos de la vida responde a una concepción socialista del Estado; una legislación que tiende a ampliar los ámbitos de decisión autónoma de los ciudadanos responde, en cambio, a una concepción liberal. La legislación sobre el trabajo, sobre los sistemas de seguridad social y sobre la educación, es también diversa en la visión socialista y en la visión liberal. La legislación acerca del matrimonio y de la familia responde a un concepto de matrimonio y, en último término, de la libertad personal. El derecho penal también expresa una idea acerca de la justicia, de los bienes humanos y de la libertad. Un sistema penal que, por ejemplo, se muestra indulgente en la práctica con los delitos contra la vida y la integridad personal, mientras que castiga con severidad los delitos fiscales y administrativos, transmite un preciso mensaje acerca de lo que se considera más importante para la vida social. Lo mismo puede decirse del comportamiento del sistema penal acerca de los delitos contra la fama: en algunos sistemas penales la difusión de calumnias graves a través de los medios de comunicación social está sujeta a resarcimientos económicos de notable entidad, mientras que en otros sistemas penales tales comportamientos gozan de amplia impunidad. A causa de su función expresiva, son muy pocas las leyes civiles de carácter meramente técnico. Y, consideradas en su conjunto, las leyes civiles no pueden ser antropológica y éticamente neutrales. El sistema jurídico es también humanidad y moralidad objetivada. Legislar es siempre de algún modo modificar la humanidad y la moralidad .

Existe también otra razón que muestra el alcance ético de la función legislativa del Estado. Ya sabemos que el hombre, por el mero hecho de serlo, posee los principios prácticos en la forma de un germen que ha de desarrollarse, y que sólo puede desarrollarse bien si el sistema tendencial de la persona ha sido educado con el suficiente equilibrio. Desde un punto de vista abstracto, existe un verdadero círculo entre la razón práctica y el equilibrio afectivo, porque cada uno presupone el otro (las virtudes morales presuponen la prudencia y ésta presupone aquéllas). En la práctica el círculo se supera gracias a los diversos agentes educativos, que actúan desde fuera mientras la prudencia personal está en fase de formación. Entre esos agentes se cuentan las leyes civiles, que dan una forma concreta a nuestra vida en común e inducen, sobre todo en los jóvenes, un modo de percibir y valorar las diversas actitudes y comportamientos. Existe una natural tendencia a reconocerse a sí mismo en el marco institucional y legal de la sociedad en que se vive, que proporciona a los individuos buena parte las categorías con que se interpreta la propia experiencia y se construye la propia identidad. Es verdad que es posible vivir “contra corriente”, pero esta actitud nunca será mayoritaria en la actual sociedad de masas. Todos tenemos la capacidad de formular autónomamente nuestros juicios; sin embargo, la conciencia personal, antes de juzgar, tiene que constituirse, y su constitución tiene lugar en un contexto social y jurídico determinado, y no en un recóndito espacio extra- mundano. La maduración de la capacidad personal de juicio nunca es completamente independiente de la lógica moral (fines, modelos, símbolos) objetivada en el orden jurídico.

Finalidad de las leyes civiles

Explicadas las funciones de las leyes civiles, nos preguntamos ahora cuál es el fin que dirige e inspira su ejercicio. Ya conocemos la respuesta: esas funciones deben ejercerse en vista del bien común político. Pero acerca del alcance concreto que el bien común político otorga a esas funciones existen diversas interpretaciones, que es preciso examinar brevemente.

La concepción aristotélica de las leyes

Para Aristóteles la perfección ética del hombre se desarrolla y se contiene enteramente en el ámbito de la polis, de la sociedad política. La polis y sus leyes se dirigen y en cierto modo causan el carácter virtuoso de los ciudadanos. Por esta razón considera Aristóteles que del conocimiento de lo que hace buena y feliz la vida de los individuos se sigue el conocimiento de lo que hace bueno y justo el orden de la vida social: las virtudes éticas son el criterio y el fin inmediato de las leyes civiles. Ser un hombre bueno y ser un buen ciudadano coinciden perfectamente, en el sentido de que el individuo está ordenado al fin de la sociedad en la exacta medida en que vive de acuerdo a su fin último personal[2]. Esta concepción tiene indudables aspectos positivos. Es verdad que la génesis de la virtud y la educación moral de que aquélla depende requiere la ayuda de una sociedad que expresa cierta concepción del bien, a través de sus leyes, sus costumbres, sus modelos, etc. Pero, aun teniendo en cuenta este acierto, nos parece que la concepción aristotélica resulta actualmente inaplicable, fundamentalmente por dos razones.

La primera es que la dignidad y la libertad de la persona tienen su fundamento último en una esfera de valores y de fines que trascienden con mucho el ámbito del Estado y de la política[3]. Queda roto el vínculo mediante el cual la persona quedaba completamente encerrada en la polis. La segunda razón está estrechamente ligada a la anterior. Si la política no comprende todas las dimensiones de la vida y del desarrollo de la persona, ello se debe a que no todas esas dimensiones dicen una relación directa y suficientemente significativa al recto orden de la convivencia social (bien común político). Por ello, es justo considerar que existe y que debe existir una esfera privada en la que el Estado carece del derecho a intervenir. Como hemos dicho en más de una ocasión, esto no debería incidir de modo negativo —aunque a veces por desgracia incide— en la disponibilidad para acometer libremente la investigación filosófica de la verdad acerca del bien humano, precisamente porque “esfera privada” no quiere decir “esfera éticamente neutra”, sino esfera de la vida que sólo puede ser dirigida por la ética personal en vista del fin último del hombre. Pero ahora ya no estamos tratando de la búsqueda de la verdad sobre el bien humano, sino de un orden legal acompañado de sanciones coactivas, que debe distinguir atentamente lo que el bien común requiere, y como tal se puede exigir, de otros ámbitos que, aun siendo regulados por las virtudes éticas, deben quedar exentas de la coacción [4].

Principalmente por estas razones fue consolidándose en el mundo occidental una concepción diversa del orden político, que podríamos llamar el orden constitucional democrático de derivación liberal, del que tratamos a continuación.

El orden constitucional democrático de derivación liberal

Los dramáticos enfrentamientos que turbaron la vida europea en la Edad Moderna condujeron a la convicción de que la paz social es uno de los valores fundamentales que el orden político debe tutelar. La sucesiva experiencia del absolutismo político hizo caer en la cuenta de que no se puede sacrificar la libertad sobre el altar de la paz y de la seguridad y, más adelante, las circunstancias creadas por la primera revolución industrial produjeron la evidencia de que tampoco la justicia y la igualdad se pueden sacrificar sobre el altar de la libertad política y económica. La asunción de estos tres valores, paz, libertad y justicia social, como parte irrenunciable del bien común político se tradujo políticamente en una combinación del principio constitucional y del principio democrático, que caracteriza todavía hoy nuestros sistemas políticos [5].

El principio constitucional es un principio de limitación jurídica del poder político en nombre de los derechos humanos. El sistema constitucional debe garantizar los derechos de la persona, y hacer legalmente imposible que el Estado pueda violarlos. Para ello se establece una compleja técnica jurídica que impide que nadie, ni siquiera toda la población o la mayoría de ella, pueda tener un poder político absoluto. Según el principio constitucional, existen cosas que jamás pueden ser hechas por nadie ni a nadie[6] . Se trata, por tanto, de un principio antiabsolutista no simplemente procedimental, porque desde sus primeras formulaciones pretendía tutelar bienes sustanciales como la vida, la propiedad y la libertad, bienes que se consideran necesarios para que la persona pueda desarrollar adecuadamente su vida.

El principio democrático, por su parte, quiere asegurar la justicia y la igualdad, concebida esta última como igualdad de oportunidades, igualdad de respeto e igualdad de participación de todos en la formación de las decisiones políticas. En la práctica, este principio se traduce en la extensión a todos los ciudadanos de los derechos políticos y de los llamados derechos humanos de la “tercera generación” (son aquellos de contenido social: derecho al trabajo, a la asistencia médica, etc.).

En el plano político, el sistema constitucional y democrático ha ido estableciendo garantías jurídicas concretas de los valores antes mencionados, a veces a través de instituciones de origen medieval. Garantías jurídicas son, por ejemplo, el habeas corpus, la rule of law, la existencia de una constitución escrita, la separación de poderes (legislativo, judicial y ejecutivo), las elecciones libres con periodicidad fijada por ley, el control judicial de la constitucionalidad de las leyes, la libertad religiosa, de información y de expresión, los seguros sociales, el derecho de asociación, la libertad de enseñanza, etc. La existencia de estas garantías jurídicas merece una valoración altamente positiva. Aunque algunas veces su funcionamiento no sea de hecho perfecto, por ser lento, sometido a lógicas de partido que no siempre miran al bien común, por la presencia de episodios de corrupción o por otros motivos; en todo caso, un régimen dotado de esas garantías siempre será mejor que otro que no las reconozca, porque en este último no existen instrumentos jurídicos para limitar los efectos nocivos de las inevitables debilidades humanas y para resolver los conflictos de modo no violento.

Un problema claramente diverso es el de la valoración de las teorías políticas o filosóficas que se pueden presentar —con más o menos verdad— como ligadas al sistema democrático constitucional. Existen autores que lo consideran ligado al relativismo o a la idea de neutralidad. Los autores que se mueven en esta línea vienen a afirmar, en definitiva y simplificando un poco, que el Estado tendría que tutelar y promover positivamente un pretendido derecho ilimitado a elegir la propia identidad moral y el propio modo de vida. Por eso, las leyes deberían ser sumamente permisivas (anti-prohibicionismo), no ya en cuestiones meramente privadas (en las que las leyes en principio no deben determinar nada), sino en aspectos e instituciones que por un motivo o por otro son importantes para el bien común (derecho de familia, uso de drogas, cuestiones de bioética, educación, moralidad pública, etc.). Se aduce con frecuencia que este tipo de leyes no obligan a nada ni a nadie, sino que simplemente permiten hacer o no hacer a quien lo desea[7].

Este tipo de concepciones y de razonamientos se fundamenta en una idea irreal de autonomía, que desconoce la componente social de la persona (lo que la persona da y recibe de la sociedad) y que, en el plano jurídico, niega que las le- yes posean también lo que antes hemos llamado dimensión expresiva. En virtud de esta dimensión, leyes que se autopresentan como neutrales o simplemente permisivas, acaban produciendo efectos altamente nocivos para las personas singulares y para la sociedad en su conjunto. Se conocen cada vez con mayor exactitud los efectos que la disolución o la composición irregular de los núcleos familiares tienen sobre la delincuencia y la dependencia del alcohol o de las drogas por parte de los jóvenes, así como también se hacen cada vez más patentes los efectos de esas situaciones sobre los trastornos psicológicos graves de la personalidad y de la identidad de los hijos. A nivel social se llega a una concepción de la política como mero instrumento al servicio de la satisfacción de intereses individuales, que se regula en atención exclusiva o casi exclusiva a los valores económicos y vitales. La política, la cultura y la comunicación pierden su contenido ético y civil. En todo caso, es bastante claro que las ideologías a que nos referimos nada tienen que ver con el Estado constitucional y democrático, que nació como sistema jurídico-político ordenado a la tutela de los bienes sustanciales que informan las cartas constitucionales de la mayoría de los países, mientras que las ideologías “neutralistas” siguen la táctica de vaciar de contenido real los bienes constitucionalmente tutelados mediante la producción de leyes ordinarias “permisivas”, haciendo posible que los derechos fundamentales de la persona queden subordinados a finalidades egoístas, casi siempre en favor de los intereses económicos y mercantiles de grupos muy restringidos de personas.

Toma de posición

A la luz de todas estas consideraciones se puede comprender la separación que se debe realizar entre ética personal y ética política. Con relación al poder legislativo y coactivo del Estado, consideramos que la admisión de una esfera de comportamientos de índole privada tiene validez normativa[8] . Esto significa que el ámbito de la ley civil u orden jurídico es más restringido que el ámbito de la ley moral y de las virtudes. Si a través de las leyes el Estado promulga, explicita, determina y sanciona determinados principios éticos, ello se justifica no porque corresponda al Estado la responsabilidad directa de la moralidad personal de los ciudadanos, sino porque ello es necesario para instaurar y defender el recto orden de la vida social[9]. Por eso, no todo lo que es bueno u obligatorio según la ética personal puede ser impuesto coactivamente por la ley civil, así como tampoco todo lo que es moralmente ilícito podrá ni deberá ser coactivamente impedido por ella. La ley civil manda o prohíbe lo que es relevante en orden al bien común. De lo que no es relevante para el bien común la ley civil no se ocupa. Y sin duda no puede ocuparse de ello contradiciendo a la ética personal; es decir, la ley civil no puede mandar ningún comportamiento valorado negativamente por la ética personal, ni puede prohibir ningún comportamiento que esta última considere moralmente obligatorio.

La dimensión expresiva de las leyes civiles explica que, de hecho, la frontera entre lo privado y lo significativo para el bien común sea a veces difícil de establecer. Se trata de una frontera que con facilidad se puede atravesar inadvertidamente. Ello obliga a distinguir con extremo cuidado figuras legales que pueden parecer análogas, pero que en realidad son muy diversas desde el punto de vista expresivo. Una cosa es que el sistema jurídico reconozca formalmente que no tiene competencia sobre ciertos ámbitos, otras cosas son la tolerancia de hecho de un comportamiento por parte del Estado (las leyes guardan silencio, la policía y los jueces cierran los ojos), la tolerancia de derecho (la ley se ocupa de un comportamiento para decir explícitamente que debe ser permitido), la legalización (se declara que el comportamiento en cuestión es conforme al derecho y tutelado por el Estado), etc. Cuando el sistema jurídico se ocupa explícitamente de un comportamiento injusto en sentido permisivo se produce siempre una confusión entre los ciudadanos (si el Estado no lo prohíbe, es que no constituye una injusticia grave) y normalmente también un fenómeno de inducción. Veremos más adelante lo que esto significa a la hora de valorar la corrección ético-política de una ley.

Podemos decir, en resumen, que el fin de las leyes civiles es la promoción y tutela del bien común político. Esta finalidad comprende fundamentalmente la promoción y tutela de la paz y del orden público (que comprende la pública moralidad), de la libertad y de la justicia. Todos estos bienes quedan virtualmente comprendidos en lo que hoy denominamos derechos humanos o derechos fundamentales de la persona.

Obligatoriedad de las leyes civiles

El valor moral de las leyes civiles

Las leyes civiles son de suyo una verdadera regla moral, que promulgan, aplican, especifican y sancionan las exigencias de la justicia en vista del bien común político. Su respeto constituye una auténtica obligación moral, que normalmente tiene su fundamento en la virtud de la justicia. Acerca de esta obligatoriedad conviene hacer dos aclaraciones importantes. La primera es que frecuentemente las leyes civiles imponen o prohíben comportamientos cuya conexión con la virtud de la justicia o con otros principios prácticos de la recta razón no es intrínseca y necesaria, sino dependiente de la especificación realizada por la autoridad política. Este hecho no disminuye su obligatoriedad, pero sí le confiere una modalidad especial. Su obligatoriedad moral “está en relación directa con el valor e importancia de los bienes sociales tutelados por la norma, tanto si se trata de la protección de dichos bienes como de bienes que se deben obtener. En otras palabras, la obligatoriedad moral no es una dimensión de la norma jurídica considerada de modo aislado, sino que es efecto de la responsabilidad humana en relación con la realidad social, por lo que se refiere tanto a la relación con la autoridad como a la realidad y a los fines sociales de que se trate en cada caso concreto”[10]. Por esta razón, las leyes civiles, cuando no son una mera transcripción positiva de la ley natural, sino que contienen una especificación humana no conectada necesariamente con la ley moral, pueden admitir, en determinadas circunstancias, excepciones o correcciones mediante la virtud de la epiqueya. La segunda aclaración es que el legislador humano es falible, y por ello pueden existir —y de hecho existen— leyes civiles injustas. En este caso, su obligatoriedad moral en principio desaparece. Sin embargo, el comportamiento que debe tenerse ante las leyes injustas constituye un problema bastante delicado.

El problema de las leyes injustas

Son injustas las leyes que se oponen o dañan el bien común político. Esta afirmación plantea inmediatamente una pregunta: ¿quién juzga si una ley es contraria al bien común, y cómo se fundamenta un juicio de este tipo?, ¿basta que alguien no esté de acuerdo con una ley para considerarse no obligado por ella? La respuesta a esta pregunta nos lleva a distinguir cuatro tipos fundamentales de leyes injustas: el primero comprende las leyes civiles que entran en colisión con la ética personal; los otros tres, las leyes que se oponen al bien común político.

  • Son injustas las leyes civiles que invaden el campo que es propio de la ética personal, es decir, comportamientos que, atendiendo a todas las circunstancias concretas, son de carácter privado. La injusticia más grave es la cometida por aquellas leyes civiles que prohibiesen hacer algo que para la persona es moralmente obligatorio, que mandasen o favoreciesen algo que es moralmente malo, o que legalizasen explícitamente comportamientos privados gravemente inmorales (lo que equivale a declararlos de interés público). Por su oposición al bien común político, son injustas: Las leyes que lesionasen o privasen positivamente de tutela a los bienes contenidos en el bien común político (orden público, libertad, justicia). Entran en esta categoría de injusticia las leyes que lesionan derechos fundamentales de la persona (por ejemplo, el derecho a la vida, a la intimidad, a la libertad religiosa o de expresión), las leyes que establecen una discriminación racial, o las que positivamente despenalizasen atentados graves contra esos derechos (leyes que no considerasen contrarios al derecho la calumnia, el robo, el homicidio, ). Es injusto, por tanto, no sólo que el Estado lesione un derecho fundamental de la persona, sino también que el Estado no impida y no castigue —o incluso favorezca de algún modo— la violación de un derecho fundamental de una persona por parte de otra persona o de una agrupación social (éste es el caso de las leyes sobre el aborto). También se incluyen en esta categoría las leyes que debilitan o dañan instituciones necesarias para el bien común, como son por ejemplo el matrimonio y la familia.
  • Las leyes que no fuesen promulgadas legítimamente, es decir, que fuesen promulgadas por quien no tiene competencia para promulgarlas o por quien, teniéndola, no observase los requisitos formales previstos por el sistema jurídico. Tal sería el caso de un reglamento administrativo o de una circular ministerial que pretendiese regular una materia que según el ordenamiento del país requiere una ley del parlamento; o el de una ley estatal que regulase una materia que según la carta constitucional es de exclusiva competencia regional o municipal; o también el de una ley que fuese dictada por el parlamento sin respetar el reglamento parlamentario (que fuese aprobada sin la suficiente mayoría, o sin que los parlamentarios supiesen por la orden del día que la ley iba a ser sometida al voto, ).
  • Por último, son también injustas las leyes que no distribuyesen de modo equitativo y proporcionado entre los ciudadanos las cargas y los Sería el caso, por ejemplo, de una ley fiscal que penalizase una categoría de ciudadanos o de trabajadores y crease una situación inmotivada de privilegio para otras categorías. Por lo que respecta a la conducta que debe observarse ante las leyes injustas, hay que compaginar dos principios. Por una parte, el principio general de que las leyes injustas no obligan moralmente y de que, si la injusticia fuese grave, existe una positiva obligación moral de no obedecer, de manifestar el propio desacuerdo, de no colaborar a su aplicación y de hacer todo lo posible para que la injusticia sea corregida cuanto antes. Por otra parte, la experiencia de que la resistencia a la autoridad es un problema delicado. Toda autoridad, aunque alguna vez esté mal ejercida, es un principio de orden, y oponerse al principio de autoridad siempre acaba dañando el bien común de la sociedad, dando lugar a injusticias mayores y quizá a la violencia.

Por eso, pensamos que ante las leyes injustas del tipo de las mencionadas en primer y segundo lugar existe una clara obligación de no obedecer, de oponerse civilmente, de no colaborar en su aplicación, y de hacer lo posible para cambiarlas cuanto antes. En las leyes que son injustas por las razones mencionadas en tercer y cuarto lugar, sobre todo si la injusticia no fuese con toda evidencia muy grave, habría que considerar atentamente las circunstancias, los posibles efectos de una u otra actuación, etc. En último término, el bien común es el que da la medida de la obligación de oponerse: la resistencia activa sólo es legítima cuando el bien que se va a conseguir es mayor que el desorden y ambiente de tensión que origina toda resistencia. En todos estos casos debe tratarse de una injusticia clara. El simple hecho de que una ley no guste (las leyes que fijan impuestos casi nunca gustan), o de que no se esté de acuerdo con ella (la oposición nunca suele estar de acuerdo con las leyes de la mayoría que gobierna), no justifica la desobediencia. Los ciudadanos, directamente o a través de sus representantes políticos, disponen de medios legítimos para hacer valer sus ideas acerca de lo que es más conveniente para el país.

Un problema diverso del las leyes injustas es el de la tolerancia del mal. Es un principio generalmente admitido que las autoridades políticas pueden tolerar de hecho (no perseguir, cerrar los ojos alguna vez o siempre) comportamientos que en principio se podrían o se deberían perseguir, pero que aquí y ahora, consideradas todas las circunstancias, no es posible impedir sin causar males mayores o sin lesionar bienes importantes [11]. Se puede estar de acuerdo o no con una concreta decisión de tolerar tomada por un gobierno, y habrá situaciones en que la tolerancia esté claramente injustificada, así como habrá otras en las que esté manifiestamente justificada. En todo caso, es un problema diverso: la tolerancia es un hecho, no una ley. Si la tolerancia pasase a ser una ley, es decir, si pasase a ser permisión de derecho o legalización, se entraría en el terreno de las leyes injustas.

La responsabilidad de los ciudadanos por el sistema jurídico

Hasta ahora nos hemos referido al valor de las leyes civiles ya establecidas. Pero es obligado considerar ese problema también desde la perspectiva de iure condendo (de la ley que se ha de promulgar), porque los actuales sistemas políticos conceden a todos los ciudadanos los cauces para manifestar y hacer valer su propia voluntad. En último término es verdad que cada pueblo tiene las leyes que desea tener. Ciertamente en la responsabilidad por el sistema jurídico existen notables diferencias. La responsabilidad del órgano legislativo es más inmediata. Es muy importante también la responsabilidad social de los partidos políticos y de los medios de comunicación social, que contribuyen a la formación de la opinión pública sobre los problemas acerca de los que se ha de legislar. Pero, al fin y al cabo, los miembros del cuerpo legislativo son periódicamente elegidos por todos los ciudadanos, los cuales pueden intervenir también en la actividad de los partidos y en los medios de comunicación social. Es verdad que estos últimos no siempre están abiertos para todos, pero a la larga necesitan contar con el consentimiento de todos. Un periódico que suscita protestas y pierde lectores, o una emisora de radio o televisión que pierde público, acabarán revisando su línea editorial.

La comunicación en los sistemas políticos democráticos tiene un lenguaje que es preciso conocer y utilizar. Quien no se hace escuchar, no existe. Quien no protesta (de modo civil y por cauces legítimos), está de acuerdo. Ante disposiciones laborales que parecen inaceptables o no convenientes se reacciona normalmente con la huelga. Existen también medios legítimos para hacer valer las propias convicciones éticas y políticas. La responsabilidad ética y ético-política de los ciudadanos se manifestará principalmente en la lucha contra la indolencia, el conformismo y las faltas morales por omisión. Expresándonos en términos positivos, la participación en la actividad política, según la modalidad que para cada uno resulte posible, constituye una grave obligación moral.

[1] Cfr. S. Th., I-II, q. 91, a. 3 y q. 95, aa. 1-2.

[2] Como indica Rodríguez Luño en su libro Ética general, sobre esta interpretación de Aristóteles se puede leer Welzel, H. Derecho natural y justicia material, cit.; D’Addio, M., Storia delle dottrine politiche, cit., vol. I, pp. 70 ss.; Rhonheimer, M., Perché una filosofia politica?…, cit., pp. 235-236. Para Rodríguez Luño una interpretación diversa de Aristóteles, que a su juicio no es convincente, la proponen Gauthier, R.A.-Jolif, J.Y., Aristote. L’Éthique à Nicomaque, vol. II, I, Louvain-Paris 1970, pp. 11 ss.

[3] Cfr. D’Addio, M., Storia delle dottrine politiche, cit., vol. I, pp. 127-128 (la traducción al castellano es nuestra). Cfr. también Ratzinger, J., Chiesa, ecumenismo e politica, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 1987, pp. 142 ss., y especialmente p. 156

[4] Esta exigencia es perfectamente reconocible y admisible desde un punto de vista religioso. Así, por ejemplo, la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II afirma claramente que, en virtud de la dignidad humana, la conciencia religiosa de la persona debe quedar inmune de cualquier tipo de coacción, tanto por parte del Estado como de otras estructuras sociales. No se dice con esto que todas las religiones tengan la misma verdad, ni tampoco que la persona no tenga la grave obligación moral de buscar la verdad en materia religiosa, sino simplemente que las convicciones religiosas quedan fuera del ámbito en el que el Estado puede emplear legítimamente la coacción

[5] Cfr. Kriele, M., Einführung in die Staatslehre. Die geschichtlichen Legitimitätsgrundlagen des demokratiscen Verfassungsstaates, Westdeutscher Verlag, Opladen 19904

[6] Cfr. Mateucci, N., Organizzazione del potere e libertà. Storia del costituzionalismo democratico, UTET, Torino 1976, pp. 3-4.

[7] Cfr. por ejemplo Dahl, R., La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona 1992. También Kelsen sostuvo una fundamentación relativista de la democracia.

[8] Nos parece necesario precisar que nuestra afirmación se refiere al poder legislativo y coactivo del Estado y, por tanto, al bien común político, es decir, al bien común que puede y debe ser promovido y tutelado por el Estado. Existe una noción de bien común más amplia, el bien común social integral, que comprende también los bienes que pueden y deben ser promovidos por otras instituciones sociales (familia, comunidad religiosa, agrupaciones profesionales, etc.) y mediante las relaciones interpersonales. Con relación a esta noción más amplia de bien común, es teóricamente muy difícil hablar de bienes o de comportamientos absolutamente privados. De la categoría moral de las personas singulares depende la categoría moral del todo social. Pero esta acepción más amplia del bien común tiene un carácter prevalentemente ético, y no jurídico-político. No es ella la que puede inspirar directamente el ejercicio del poder legislativo y coactivo del Estado. De lo contrario, el Estado dispondría de un título para intervenir absolutamente en todo, lo que sería pura y simplemente totalitarismo político.

[9] La tesis que proponemos puede considerarse clásica. Tomás de Aquino afirma claramente que “el fin de la ley humana es diverso del de la ley divina. La ley humana tiene como fin la tranquilidad temporal del Estado […]. El fin de la ley divina es, en cambio, conducir a los hombres a la felicidad eterna” (S. Th., I-II, q. 97, a. 2).

[10] Portillo, Á. Del, Moral y Derecho, «Seminarium» 1 (1974) 497

[11] Cfr. S. Th., I-II, q. 96, a. 2.

En la elaboración de estos apuntes he utilizado casi en su totalidad el capítulo IX del libro de Ángel Rodríguez Luño, “Ética general”, Eunsa, Pamplona 2010 – Sexta edición.

La recta razón y la ley moral natural

Estos apuntes tienen dos partes. En la primera se presenta un resumen de lo que en Ética se entiende por recta razón, mientras que en la segunda se presentan los textos para abordar en clase el tema de la ley moral natural.

La recta razón

La recta razón es una regla próxima y homogénea que permite a la persona obrar moralmente. Se dice que es próxima porque le pertenece al sujeto. No es una regla externa, aunque la educación recibida juega un papel fundamental en la adquisición de la recta razón. La pertenencia de la recta razón a la propia persona se fundamenta en la idea de que la recta razón es el modo como llamamos a la guía que la racionalidad presta a la voluntad en la realización de acciones moralmente buenas. Así, en cuanto que la razón y la voluntad son siempre facultades de la persona, ésta actuará siempre de acuerdo a su propia dotación intelectual, volitiva, afectiva, etc.

Por otro lado, se dice que la recta razón es una regla homogénea, porque la regla y lo reglado tienen la misma índole racional. Es decir, tanto la racionalidad que presenta a la voluntad lo que debe ser realizado (como una especie de regla o norma), como la voluntad (que es lo normado o reglado en cuanto que la voluntad elige las acciones que la persona realizará), ambas son de naturaleza racional. Por ejemplo, juzgar rectamente en una determinada situación que debo ayudar a una anciana a cruzar la calle, es el producto de la recta razón que lleva a que voluntariamente quiera realizar esa acción. Esto es así, porque tanto en la idea de que esa acción es buena, como el deseo de realizarla por el bien de la anciana se ha conjugado la racionalidad propia de la moralidad: la búsqueda del bien.

La definición de la recta razón indica que ésta es “lo que la razón humana dictamina de suyo acerca de una acción, es decir, la recta razón es el dictamen obtenido cuando la razón procede correctamente (sin error de razonamiento) según las leyes, los principios y los fines que son propios de la razón moral en cuanto tal, sin interferencias ni presiones de ningún tipo”[1]. Desde este punto de vista, la recta razón presupone el uso de la libertad, porque requiere el uso de las propis facultades sin presiones ni interferencias. Pero hay más. La libertad que presupone el ejercicio de la recta razón no es sólo negativa. La persona, en el momento de juzgar una acción, no desea ser engañada bajo ningún aspecto. Cuando menos si es que se desea alcanzar un fin que busque satisfacer sus expectativas vitales. Por tanto, la libertad en un sentido positivo se relaciona con el hecho de que mi juicio moral cumpla con las expectativas de lo que se espera en una determinada situación. Si quiero ayudar a la anciana, lo mejor es que mi juicio sobre la acción de ayudarla sea positivo. Si la idea fuera opuesta (es decir, que no merece la pena ayudar a la anciana porque esa acción no es buena para mi), entonces habría una oposición interna entre mi deseo de ayudar, y mi juicio de que aquello no es bueno, tal vez por no considerarlo beneficioso. En ese caso mi deseo no se ajustaría a la idea que tengo de lo que es bueno, y cualquier acción que derive de ello llevaría a la persona a obrar con una libertad interior bastante reducida, o cuando menos con una libertad más mermada que si obrara de acuerdo a la recta razón, que ajusta el deseo de hacer el bien y el juicio propio de realizar ese bien concreto, que en nuestro ejemplo es ayudar a cruzar la calle a la anciana.

Por lo indicado en el párrafo anterior, podemos observar que el dictamen de la razón no puede ser subjetivo porque para que sea correcto debe inspirarse no sólo en los deseos del agente, sino también en “las leyes, los principios y los fines que son propios de la razón moral en cuanto tal”. La recta razón remite a un marco amplio de institucionalidad y de virtudes humanas. Ambos componentes (el institucional y el de las virtudes) permiten que la recta razón se forje en la persona moral. Un ejemplo del marco institucional es la familia, la cual contribuye de modo fundamental en la educación de los ciudadanos y lleva a establecer valores y costumbres que repercuten en el bien común de la sociedad. Por otro lado, el marco de las virtudes ayuda a que la recta razón se haga más próxima. Cuanto más virtuoso sea el agente, más fácilmente podrá llevar a cabo sus acciones de acuerdo con la recta razón. Que se indique que el obrar humano debe pasar por la razón no significa que las acciones tengan un único origen en la razón humana, ya que hemos visto la importancia de las pasiones y la voluntad misma en la moralidad. Pero sí significa que todo esto debe pasar por el crisol de la racionalidad que busca la obtención de los propios fines, de los cuales el de la felicidad es esencial. Con lo expuesto se puede apreciar mejor la idea de que las virtudes no juegan sólo un papel regulador de la conducta, sino que “el acto virtuoso es progreso, enriquecimiento y satisfacción espiritual de la persona, y por ello, lo que resulta determinante es la calidad espiritual de las acciones, y no tanto su calidad biológica o psicológica”[2].

La ley moral natural

En esta sección de la materia vamos a comentar en clase los puntos fundamentales de dos escritos. El primero es la voz “Ley natural” del Diccionario de Filosofía de la editorial Eunsa. En sus páginas, la profesora Ana Marta González indica que “La teoría moral de la ley natural recibe este nombre porque asume que el obrar huma- no responde/debe responder a razones, y, en esa medida, depende de unos principios, que incorporan o protegen bienes esencia- les de nuestra naturaleza y guían nuestras deliberaciones y razonamientos prácticos. El conjunto de estos principios, que preservan los bienes de la naturaleza humana, y que Tomás de Aquino llama indistintamente «semillero de virtudes» o «principios del derecho», constituye una única ley natural. Esta explicación de la ley natural se sitúa en un plano filosófico-moral, pero admite una profundización metafísica, y teológica, según la cual la ley natural puede definirse como la «participación de la ley eterna en la criatura racional»”. Este escrito es un muy buena introducción al tema.

El segundo artículo es “Ley natural, derecho natural y política”, escrito por el profesor Ángel Rodríguez Luño. En tal escrito el autor afirma que “el respeto de la justicia natural asegura un primer ajuste de la vida social a la realidad del mundo y al bien de las personas y de los pueblos. Si alguien se empeña en organizar la vida social como si la tierra fuera cuadrada o como si los hombres se encontrasen a gusto a una temperatura ambiente de diez grados bajo cero, se estrellará y, si todos le seguimos, nos estrellaremos todos. El respeto de lo que es justo por naturaleza es parte esencial de una característica fundamental de toda ley: la racionalidad, el ser razonable”. Puedes acceder a los dos artículos a través de los siguientes enlaces:

 

[1] Ángel Rodríguez Luño, Ética general, Eunsa, p. 234.

[2] Ángel Rodríguez Luño, Ética general, Eunsa, p. 236.

Las virtudes cardinales

 

La virtud de la prudencia

La primera entre las virtudes cardinales es la prudencia. Es más, no sólo es la primera entre las demás, iguales en categoría, sino que, en general, “domina” a toda virtud moral. De la prudencia empieza Aristóteles afirmando que podemos formarnos una idea de ella “considerando a qué hombres llamamos prudentes. En efecto, parece propio del hombre prudente el ser capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino para vivir bien en general. Una señal de ello es el hecho de que, en un dominio particular, llamamos prudentes a los que, para alcanzar algún bien, razonan adecuadamente, inclusos en materias en las que no hay arte. Así, un hombre que delibera rectamente puede ser prudente en términos generales. Pero nadie delibera de lo que no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no es capaz de hacer. De suerte que si la ciencia va acompañada de demostración, y no puede haber demostración de cosas cuyos principios pueden ser de otra manera (porque todas pueden ser de otra manera), ni tampoco es posible deliberar sobre lo que es necesariamente, la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte: ciencia, porque el objeto de la acción puede variar; arte, porque el género de la acción es distinto del de la producción. Resta, pues, que la prudencia es un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre. Porque el fin de la producción es distinto de ella, pero el de la acción no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma el fin”[1].

En efecto, tal como indica Aristóteles, la virtud de la prudencia perfecciona el razonamiento práctico hasta tal punto que es en sí misma un modo de ser racional y práctico. Pero no en un sentido técnico, o parcial, sino en un sentido que engloba la existencia personal. Esto es, en relación a lo que es bueno o malo moralmente hablando. Por ello, aunque no exista un arte específico para la prudencia (no es un saber concreto sobre cómo llevar a cabo una tarea), su aplicación en las diversas situaciones de la vida es posible gracias a su no especialización hacia algún ámbito concreto de la actividad humana, sino que abarca todas las actividades de la persona.

La prudencia, además, gobierna sobre las otras virtudes porque permite la deliberación de las acciones en vista de la felicidad de la persona. Sin embargo, no se trata de una felicidad aislada de los demás. A continuación del pasaje citado, Aristóteles afirma que decimos que “Pericles y otros como él son prudentes, porque pueden ver lo que es bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una cualidad propia de los administradores y de los políticos. Y es causa de esto por lo que añadimos el término «moderación» al de «prudencia», como indicando algo que salvaguarda la prudencia. Y lo que preserva es la clase de juicio citada; porque el placer y el dolor no destruyen y perturban toda clase de juicio (por ejemplo, si los ángulos del triángulo valen o no dos rectos), sino sólo los que se refieren a la actuación. En efecto, los principios de la acción son el propósito de esta acción; pero para el hombre corrompido por el placer o el dolor, el principio no es manifiesto, y ya no ve la necesidad de elegirlo y hacerlo todo con vistas a tal fin: el vicio destruye el principio. La prudencia, entonces, es por necesidad un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno para el hombre”[2].

Por ser entendida la prudencia como un modo en que la racionalidad participa respecto de lo que es bueno para el hombre en el conjunto de su vida, la afirmación de su supremacía es evidente. Del alcance de esta idea apenas somos capaces de comprender que encierra algo más que una simple apelación al orden causal entre la prudencia y las demás sobre virtudes cardinales. Es decir, no se trata simplemente que la prudencia, por perfeccionar la racionalidad, cause el conocimiento adecuado de la realidad para poder forjar las otras virtudes cardinales. Esta idea es muy importante porque sin un cierto perfeccionamiento de nuestro conocimiento sobre lo que vamos a hacer en un momento específico, especialmente en relación a las acciones morales, es muy difícil poder forjar otros hábitos buenos. En ese sentido la prudencia causa las otras virtudes. Sin embargo, lo más importante que cabe resaltar es que sin la virtud de la prudencia (que permite la ponderación del juicio para realizar una acción), nuestro obrar moral se vería sometido a la inexperiencia continua. La prudencia no sólo causa las otras virtudes, sino que también les da forma y permite que forjemos nuestra experiencia moral que no se da sin el concurso de todas las virtudes.

Sin la prudencia seríamos siempre unos “inexpertos morales”. La prudencia puede permitir a la persona no sólo tomar decisiones rectas, sino que esa misma rectitud de la prudencia es la que ofrece la forma adecuada que encausa la formación de la templanza, la fortaleza y la justicia, virtudes todas que de un modo conjunto forjan nuestra experiencia moral. Así, por ejemplo, la imprudencia de conducir a toda velocidad por la carretera, muy por encina de los límites permitidos, puede llevar a una falta de la forma de la razón que podría permitir a ese conductor apreciar la injusticia de provocar un accidente bajo esas condiciones, o la fortaleza para hacer lo que es debido en caso de provocar tal accidente. Esto puede ocurrir incluso en la templanza, a través del gusto personal de experimentar la velocidad que puede incidir en la propia percepción de la experiencia de lo placentero, extendiéndose a otros ámbitos de la propia vida. Esto, por supuesto, no es una regla matemática, y no quiere decir que quien es imprudente en la carretera es, a la vez, destemplado en el momento de comer, sino que la falta del ejercicio de la prudencia puede llevar a perder la forma de la razón que permite ganar en la experiencia moral que podría hacerse presente en cualquier momento de la vida. En cierto modo es una pérdida del contacto con una parte importante de la realidad: la persona imprudente no puede forjar experiencias vitales necesarias para conducirse en el mundo.

La idea que acabamos de introducir expresa en términos generales la concepción básica de la realidad, referida a la esfera de la moralidad: el bien presupone la verdad, y la verdad el ser de las cosas o, lo que es lo mismo, la realidad tal como se presenta. Y esto incluye nuestro propio ser: temperamento, carácter, inclinaciones morales, etc. ¿Qué significa, pues, la supremacía de la prudencia en este contexto? Quiere decir que la realización del bien exige un conocimiento de la verdad o de la realidad, pero no es sólo un conocimiento externo, sino también un conocimiento de nosotros mismos a través de la experiencia moral que se forja en nosotros por el ejercicio de las virtudes. “Lo primero que se exige de quien obra es que conozca”, dice Tomás de Aquino. Quien ignora cómo son y están verdaderamente las cosas, y la propia persona, no puede obrar bien, pues el bien es lo que está conforme con la realidad.

El conocimiento de la realidad en esos dos frentes (el interior y el exterior) es, pues, decisivo para obrar con prudencia. El prudente contempla, por una parte, la realidad y, por otra, el “querer” y el “hacer”; pero, en primer lugar, la realidad, y en virtud y a causa de este conocimiento de la realidad la persona determina lo que debe y no debe hacer. De esta suerte, toda virtud depende, en realidad, de la prudencia. Pero, puede ocurrir que nuestro lenguaje usual, que es también el del pensamiento, se aparte de estas ideas. Si ese fuese el caso, lo prudente podría parecernos como algo que corresponde más al orden de la astucia que a las acciones buenas. Nos podría costar pensar que ser justo y veraz supone siempre y esencialmente ser prudente. Incluso alguno podría pensar que prudencia y fortaleza son poco menos que irreconciliables, ya que la fortaleza es, la mayoría de las veces, “imprudente”. Conviene, sin embargo, recordar que el sentido propio y verdadero de la dependencia de las demás virtudes con respecto a la prudencia es que la acción justa y fuerte y toda acción buena, en general, sólo es tal en cuanto responde a la verdad de la realidad y esta verdad se manifiesta de forma fecunda y decisiva en la virtud de la prudencia.

Finalmente, la doctrina clásica de la virtud de la prudencia encierra una de las mejores posibilidades de vencer el fenómeno del moralismo. La esencia del moralismo consiste en que separa el ser y el deber. Es decir, una separación de la conducta humana tal como es, y de la conducta humana tal como se da en el hombre bueno y prudente. El moralismo predica un “deber” sin relacionarlo al hombre bueno y prudente, y sin observar ni marcar la relación del “deber” con la conducta humana tal como se da en un momento concreto. Por eso se suele ver el moralismo como una doctrina moral abstracta e inhumana, como una serie de preceptos que no tienen en consideración el ser humano y cómo éste puede forjar su vida feliz. Por el contrario, la consideración de la prudencia como forma de la razón que forja las demás virtudes lleva a ver que la moral es una cuestión de ir ganando en experiencias que lleven a poder decidir por el bien propio y de los demás tal como lo hace la persona buena y prudente. El núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de la conexión entre el “deber” y el “ser”, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser de la realidad propia y ajena.

La virtud de la justicia

El estudio de la virtud de la justicia no es sencillo. Aristóteles subraya en la Ética a Nicómaco esta dificultad al decir que “parece que la justicia y la injusticia tienen varios significados, pero por ser estos próximos, su homonimia pasa inadvertida y no es tan clara como en los casos en los cuales el sentido está alejado; así ocurre, por ejemplo, con el término equívoco “llave”, que significa la clavícula del cuello de los animales, pero también el instrumento para cerrar las puertas (pues aquí la diferencia observada es grande)”[3]. Parece que la complicación para hablar sobre la justicia es tan significativa que lo más fácil es hablar primero de lo que es injusto. Así Aristóteles afirma, a continuación de lo ya citado: “Vamos a considerar los diversos sentidos de la palabra “injusto”. Parece que es injusto el transgresor de la ley, pero lo es también el codicioso y el que no es equitativo; luego es evidente que el justo será el que observa la ley y también el equitativo. De ahí que lo justo sea lo legal y lo equitativo, y lo injusto lo ilegal y lo no equitativo. Puesto que el injusto es también codicioso, estará en relación con los bienes, no todos sino aquellos referentes al éxito y al fracaso, los cuales, absolutamente hablando, son siempre bienes, pero para una persona particular no siempre. Los hombres los piden a los dioses y los persiguen, pero no deben hacerlo, sino pedir que los bienes absolutos sean también bienes para ellos, y escoger los que son bienes para ellos. El injusto no siempre escoge la parte mayor, sino también la menor cuando se trata de males absolutos; pero, como parece que el mal menor es también, en cierto modo, un bien, y la codicia lo es de lo que es bueno, parece, por esta razón, codicioso. Y no es equitativo, pues este término es inclusivo y es común a ambos”[4].

Las vueltas que da Aristóteles para poder caracterizar al hombre injusto llevan a poner a este tipo de agente en un marco moral que trasciende lo legal. Ser injusto no es una cuestión de simple desobediencia a las leyes, sino que encuentra sus raíces en otros principios como la equidad en los bienes. Pero, más importante, la relación de la justicia con los bienes lleva a consideraciones relacionadas con la virtud, como en el caso del codiciosos que se dice de él que es de ese modo por los bienes que desea. Así, Aristóteles continúa afirmando que “puesto que el transgresor de la ley era injusto y el legal justo, es evidente que todo lo legal es, en cierto modo, justo, pues lo establecido por la legislación es legal y cada una de estas disposiciones decimos que es justa. Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al interés común de todos o de los mejores, o de los que tienen autoridad, o a alguna otra cosa semejante; de modo que, en un sentido, llamamos justo a lo que produce o preserva la felicidad o sus elementos para la comunidad política. También la ley ordena hacer lo que es propio del valiente, por ejemplo, no abandonar el sitio, ni huir ni arrojar las armas; y lo que es propio del moderado, como no cometer adulterio, ni insolentarse, y lo que es propio del apacible, como no dar golpes ni hablar mal de nadie; e, igualmente, lo que es propio de las demás virtudes y formas de maldad, mandando lo uno y prohibiendo lo otro, rectamente cuando la ley está bien establecida, y peor cuando ha sido arbitrariamente establecida. Esta clase de justicia es la virtud cabal, pero con relación a otra persona y no absolutamente hablando. A causa de esto, muchas veces, la justicia parece la más excelente de las virtudes y que “ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos”, y, para emplear un proverbio, “en la justicia están incluidas todas las virtudes” (…)”[5]. La práctica de todas las virtudes está en la justicia, en cuanto que se establece su ejercicio nítidamente en relación con los demás en la sociedad, o en el entorno inmediato de la persona: trasciende el ámbito inmediato del sujeto y llega hasta el marco de la ley.

Por lo indicado antes, Aristóteles dice que la justicia “es la virtud en el más cabal sentido, porque es la práctica de la virtud perfecta, y es perfecta, porque el que la posee puede hacer uso de la virtud con los otros y no sólo consigo mismo. En efecto, muchos son capaces de usar la virtud en lo propio y no capaces en lo que respecta a otros; por esta razón, el dicho de Bías parece verdadero, cuando dice “el poder mostrará al hombre”; pues el gobernante está en relación con otros y forma parte de la comunidad. Por la misma razón, la justicia es la única, entre las virtudes, que parece referirse al bien ajeno, porque afecta a los otros; hace lo que conviene a otro, sea gobernante o compañero. El peor de los hombres es, pues, el que usa la maldad consigo mismo y sus compañeros; el mejor, no el que usa de virtud para consigo mismo, sino para con otro; porque esto es una tarea difícil. Esta clase de justicia, entonces, no es una parte de la virtud, sino la virtud entera, y la injusticia contraria no es una parte del vicio, sino el vicio total. Qué diferencia hay entre la virtud y esta clase de justicia, está claro por lo que hemos dicho. Es, en efecto, lo mismo, pero su esencia no es la misma, sino que, en cuanto que está en relación con otro, es justicia, pero, en cuanto que es un modo de ser de tal índole, es, de forma absoluta, virtud”[6].

En su relación con la prudencia, la justicia está íntimamente ligada a ella. La justicia es la capacidad de vivir en la verdad con el prójimo en muchos ámbitos, desde el personal hasta el legal. No es difícil ver en qué medida depende el arte de ser justo con la vida en la comunidad (es decir, el arte de la vida en general) del conocimiento y reconocimiento de la realidad, o sea de la prudencia. Sólo el hombre que conoce la realidad propia y ajena puede ser justo, y la falta de ese conocimiento, especialmente el de la realidad externa (en el lenguaje usual), equivale casi a una injusticia. La justicia es la base de la posibilidad real de ser bueno; en esto se apoya la prudencia. Pero la justicia se basa en ser la forma más elevada y propia de esta misma bondad. El hombre bueno es en principio justo.

La realización de la justicia es una tarea del hombre como ser sociable, y que se extiende a todas sus actividades como, por ejemplo, las transacciones económicas y los intercambios sociales. Casi se puede asegurar que el portador de la justicia no es tanto el individuo (aunque, naturalmente, sólo la persona puede ser “virtuosa” en sentido estricto), como el “nosotros”, la entidad social o el pueblo. Las diversas formas del “nosotros” se estructuran en tomo a tres rasgos fundamentales; cuando estas tres estructuras son “verdaderas” puede decirse que en este “nosotros” reina la justicia. Estos tres elementos estructurales son los siguientes: primero, las relaciones de los miembros entre sí, cuya equidad se apoya en la justicia conmutativa; segundo, la relación del conjunto de la sociedad con cada uno de los miembros, cuya equidad se apoya en la justicia distributiva, y tercero, las relaciones de los miembros aislados con el conjunto de la sociedad, cuya equidad va regida por la justicia legal.

En el conjunto de estas consideraciones es importante resaltar que no es lo mismo la justicia en referencia a la igualdad entre los ciudadanos, y la que se corresponde con el respeto de los bienes de las personas que interactúan entre sí. Así, Aristóteles considera la justicia distributiva como el establecimiento o restablecimiento de una proporción de bienes y males, conforme a la aportación o daño que cada uno haya hecho al bien común: entiende que hay un bien común, al cual los distintos ciudadanos aportan diversamente, y del cual deben por eso mismo participar diversamente, según los criterios determinados en el régimen[7]. El agente de la justicia, en este caso, es el que tiene a su cuidado el bien común. Por otro lado para el caso de la justicia correctiva (que en la “Ética a Nicómaco” está a continuación de la justicia distributiva) se trata de establecer o restablecer una proporción de bienes y males entre dos ciudadanos que interactúan entre sí, conforme a la naturaleza misma del daño infligido, y conforme a la única medida de la ley[8]. El agente de la justicia, en este caso, es el juez, que interpreta la ley. Se busca al juez como término medio[9].

Aristóteles da una indicación importante para entender la clase de justicia que mantiene unida a la sociedad comercial, basada en el intercambio recíproco, al decir que “en las asociaciones que tienen por fin el cambio es esta clase de justicia la que mantiene unidos a los hombres, es decir, la reciprocidad proporcional y no igual. Porque devolviendo proporcionalmente lo que se recibe es como la ciudad se mantiene unida”[10]. No obstante, deja claro que, a fin de que pueda darse la reciprocidad proporcional entre personas que producen bienes cualitativamente diversos, es necesario que previamente se de una igualdad proporcionada, lo cual exige la aparición de una medida de la relación, que, como él mismo observa, no es otra que el dinero: “Lo que produce la retribución proporcionada es el cruce de relaciones. Sea A un arquitecto, B un zapatero, C una casa y D un par de sandalias. El arquitecto tiene que recibir del zapatero lo que éste hace y compartir a su vez con él su propia obra; si, pues, existe en primer lugar la igualdad proporcionada y después se produce la reciprocidad, tendremos lo que decimos. Si no, no habrá igualdad y el acuerdo no será posible; porque nada puede impedir que el trabajo de uno valga más que el de otro; es, por consiguiente, necesario, igualarlos… En efecto, no se asocian dos médicos, sino un médico y un agricultor, y, en general, personas diferentes y no iguales. Pero es preciso que se igualen, y por eso todas las cosas que se intercambian deben ser comparables de alguna manera. Esto viene a hacerlo la moneda, que es en cierto modo algo intermedio porque todo lo mide, de suerte que mide también el exceso y el defecto: cuántos pares de sandalias equivalen a una casa, o a determinados alimentos. De no ser así, no habrá cambio ni asociación (…)”[11].

Aristóteles indica asimismo que lo que mantiene todo unido es la demanda (porque si los hombres no necesitaran nada, o no lo necesitaran por igual, no habría cambio, o éste no sería equitativo), de tal modo que “la moneda ha venido a ser la representación de la demanda en virtud de una convención, y por eso se llama nomisma, porque no es por naturaleza sino por ley”[12]. Aunque el dinero no tiene él mismo valor –concede Aristóteles– piensa que es más estable que otras cosas. En la temprana edad moderna se introdujo la diferenciación precio/valor para articular la doctrina del precio justo, como aquel que se ajusta al valor intrínseco de las cosas. Pero en la economía moderna, la referencia al valor intrínseco, o valor de uso, cede terreno ante el valor de cambio o la utilidad marginal como criterio de determinación de los precios.

Ahora bien; aunque la materialidad de los criterios cambian según nos hallemos en una economía primitiva o en una economía de mercado regida por la oferta y la demanda, hay situaciones objetivamente injustas: por ejemplo, allí donde uno aprovecha su situación ventajosa en el mercado para exigir un precio desorbitante a cambio de bienes necesarios. En casos como este se hace necesario la intervención del Estado –por ejemplo, para romper el monopolio. Ahí se plantea precisamente uno de los problemas más agudos de la justicia: ¿es suficiente el mecanismo del mercado para que tenga lugar una reasignación justa de los bienes? En efecto, detrás del análisis de la justicia, comparece un tema que es siempre conflictivo: la repartición o adscripción de bienes escasos. Pues allí donde hay abundancia no se plantea la cuestión de los criterios de justicia. De ahí que, por ejemplo Marx, se propusiera la creación de un estado de abundancia en el que nadie necesitase de nada. Con ello no habría necesidad de criterios de justicia: en el estado comunista cada uno tendría según su necesidad. Pero, ¿qué pasa en el camino hacia la utopía? ¿ha de imperar la eficiencia, y con ello un criterio distinto -cada uno según sus capacidades y su producción? Sin embargo, en uno y otro caso se pasan por alto las condiciones reales sin las cuales no cabe hablar de justicia: que la simetría fundamental en las relaciones humanas ha de preservarse precisamente allí donde hay bienes escasos, y en un contexto de relaciones institucionalizadas, que la justicia no crea, sino que simplemente presupone.

La simetría fundamental entre los hombres, que la justicia reclama no consiste simplemente en postular o crear la igualdad de todos, sino en que las asimetrías existentes entre ellos puedan ser justificadas a sus propios ojos, es decir, que cada uno de los afectados por la acción, pueda comprender las razones de una determinada acción. De ahí precisamente que el objeto de la justicia –lo justo– deba determinarse según el tipo de acción de que se trate. Ahora bien: como hemos visto, Aristóteles considera dos tipos fundamentales de acciones que han de ser medidas por la justicia: uno de ellos se refiere, en general, a los tratos entre particulares, en los que se intercambian bienes (o males) –y sobre esta trata la justicia correctiva; otro se refiere a las distribuciones de bienes escasos entre una pluralidad de individuos –sobre la que trata la distributiva.

La importancia de la justicia correctiva se calibra mejor si advertimos que ella es la que de manera inmediata regula el comercio; la justicia correctiva es la que en primera instancia necesitan los individuos y las instituciones privadas para hacer uso correcto de su preeminencia económica en un momento dado. Al mismo tiempo hay que reconocer que el hecho de que determinados agentes económicos hayan adquirido una posición de poder que sobrepuja toda simetría con agentes particulares, los convierte en algo más que compañeros de intercambio: los convierte de facto en distribuidores, que han de atender a otro criterio, además del de justicia correctiva: al criterio de justicia distributiva. Como hemos visto, ésta se refiere a cómo realizar las distribuciones de bienes y males entre una pluralidad de personas que ha participado de una acción.

La igualdad aritmética que define a la justicia correctiva –a todos lo mismo– y la igualdad proporcional que define a la justicia distributiva –a cada uno según sus méritos– deben complementarse: una pura sociedad de eficiencia fácilmente atenta contra la simetría fundamental de los seres humanos; y también es injusta la que simplemente ignora la diferencia de méritos. Por lo demás, ambos criterios deben ser atemperados, también, por una consideración de las distintas necesidades de los hombres. Esta consideración fue introducida por el cristianismo: aquel que no puede ayudarse a sí mismo, debe ser ayudado según su necesidad, no en la sociedad de la abundancia sino aquí y ahora. El buen samaritano sin duda va más allá de la justicia cuando presta ayuda al herido. Pero el levita y el sacerdote que dejan de prestarle ayuda, serían juzgados por denegación de asistencia. Eso es progreso.

De cualquier forma, pertenece a la justicia el aspirar a no hacerse necesaria, pues contradice la exigencia fundamental de simetría el que unos hombres sean dependientes de la gracia y la justicia de otros. Por ello pertenece también a la justicia el control del poder, la división de poderes y la disposición a limitar el propio poder prestando asentimiento a instituciones jurídicas.

Con esto hemos delimitado el campo de la justicia política que es la que interesa a Aristóteles. Ésta, en efecto, “existe entre personas que participan de una vida común para hacer posible la autarquía, personas libres e iguales, ya proporcional ya aritméticamente. De modo que entre los que no están en estas condiciones no puede haber justicia política de los unos respecto de los otros, sino sólo justicia en cierto sentido y por analogía. Hay justicia, en efecto, para aquellos cuyas relaciones están reguladas por una ley, y hay ley entre quienes se da la injusticia, porque la justicia del juicio es el discernimiento de lo justo y lo injusto. Donde hay injusticia se cometen acciones injustas (si bien no siempre hay injusticia donde se cometen acciones injustas), y éstas consisten en atribuirse a uno mismo más de aquello que es bueno absolutamente hablando, y menos de lo malo absolutamente hablando. Por eso no permitimos que nos mande un ser humano, sino la razón, porque el hombre hace eso en su propio interés, y se convierte en un tirano. El gobernante es guardián de la justicia, y si de la justicia, también de la igualdad (…)”[13].

Lo anterior explica la diferencia entre justicia doméstica y justicia política; no tanto la diferencia entre justicia natural y política: pues Aristóteles considera que la justicia natural forma parte de la justicia política, juntamente con la justicia legal[14]. Precisamente, porque hay justicia natural, trabajando a la par con la justicia legal, hay lugar para la equidad, la forma más alta de justicia –que en alguna ocasión Aristóteles llama justicia primaria[15], y que puede eventualmente corregir los errores derivados de aplicar mal la ley.

 La virtud de la templanza

La templanza es la virtud más “personal” entre las cuatro virtudes cardinales. Por estar a este nivel individual, se enfrenta muchas veces de un modo frontal a las tesis que se pueden sostener desde liberalismo individualista. Esto ocurre porque la virtud de la templanza va dirigida a la moderación de los placeres, mientras que –en la gran mayoría de los casos– las tesis liberales e individualistas se fundamentan en una extrapolación del deseo desde el propio sujeto al ámbito de la acción social, haciendo que la satisfacción de los deseos ocupe un lugar fundamental en este tipo de concepciones éticas.

Aristóteles indica que la moderación o templanza es la virtud la parte irracional del alma. Para el filósofo, “la moderación es un término medio respecto de los placeres, pues se refiere a los dolores en menor grado y no del mismo modo; y en los placeres se muestra también la intemperancia. Especifiquemos ahora a qué placeres se refiere. Distingamos, pues, los del cuerpo y los del alma, como, por ejemplo, la afición a los honores y el deseo de aprender; pues cada uno se complace en aquello hacia lo cual siente afición sin que el cuerpo sea afectado en nada, sino, más bien su mente. A los que están en relación con estos placeres no se les llama moderados ni licenciosos. Tampoco, igualmente, a los que buscan todos los demás placeres que no son corporales; pues, a los que son aficionados a contar historias o novelas o a pasarse los días comentando asuntos triviales, los llamamos charlatanes, pero no licenciosos, como tampoco a los que se afligen por pérdida de dinero o amigos.

La moderación [templanza], entonces, tendría por objeto los placeres corporales, pero tampoco todos ellos; pues a los que se deleitan con las cosas que conocemos a través de la visión, como los colores, las formas y el dibujo, no los llamamos ni moderados ni licenciosos; aunque en esto podría parecer que puede gozarse como es debido, o con exceso o defecto. Así, también, con los placeres del oído. A los que se deleitan con exceso en las melodías o las representaciones escénicas nadie los llama licenciosos, ni moderados a los que lo hacen como es debido. Ni a los que disfrutan con el olfato, salvo por accidente: a los que se deleitan con los armas de frutas, rosas o incienso, no los llamamos licenciosos, sino, más bien, a los que se deleitan con perfumes o manjares. Pues los licenciosos se deleitan con éstos, porque esto les recuerda el objeto de sus deseos. Se podría también observar a los demás que, cuando tienen hambre, se deleitan con el olor de la comida; pero deleitarse con estas cosas es propio del licencioso, porque, para él, son objeto de deseo”. Este largo pasaje citado nos da la caracterización del intemperante o de la persona no moderada en los placeres: éstos se gozan de los placeres corporales, pero no de todos, sino de aquellos que tienen que ver, hasta este punto, con el gusto por la comida.

Aristóteles continúa dando forma final a la idea anterior y ampliándola: “También la moderación y la intemperancia están en relación con otros placeres de los que participan, asimismo, los demás animales, y por esos placeres parecen serviles y bestiales, y éstos son los del tacto y el gusto. Pero el gusto parece usarse poco o nada, porque lo propio del gusto es discernir los sabores, lo que hacen los catadores de vinos y los que sazonan los manjares, pero no experimentan placer con ello, al menos los licenciosos, sino en el goce que tiene lugar por entero mediante el tacto, tanto en la comida, como en la bebida y en los placeres sexuales. Por eso, un glotón pedía a los dioses que su gaznate se volviera más largo que el de una grulla, creyendo que experimentaba el placer con el contacto. Así pues, el más común de los sentidos es el que define el desenfreno, y con razón se le censura, porque lo poseemos no en cuanto hombres, sino en cuanto animales. El complacerse con estas cosas y amarlas sobre medida es propio de bestias; se exceptúan los más nobles de los placeres del tacto, como los que se producen en los gimnasios mediante las fricciones y el calor; pues el tacto propio del licencioso no afecta a todo el cuerpo, sino a ciertas partes”[16].

La disposición natural al gozo puede llegar a actuar desordenadamente. La tesis del liberalismo individualista de que el hombre es bueno siguiendo sus instintos o apetencias no deja ver esta verdad. Al liberalismo individualista le cuesta reconocer, de acuerdo con su premisa básica de la bondad absoluta del deseo, que existe en el hombre una cierta rebelión de las potencias menos elevadas del alma contra el dominio de la racionalidad y del propio espíritu humano que no puede aislarse. Por ello, en muchos contextos, la virtud de la templanza aparece como algo sin sentido, absurdo e insustancial, pues presupone y reconoce la posibilidad de los deseos no cumplan por sí solos con la misión de hacer bueno al hombre.

La virtud de la fortaleza

Aristóteles relaciona la virtud de la fortaleza con la valentía. En cierto sentido es muy propio hacer esto, puesto que la fortaleza es una virtud dirigida propiamente a la acción de quien se enfrenta a una cierta oposición. Pero no todo uso de la fuerza es fortaleza. El filósofo indica que “la valentía es un término medio en relación con las cosas que inspiran confianza o temor, y en las situaciones establecidas, y elige y soporta el peligro porque es honroso hacerlo así, y vergonzoso no hacerlo”[17]. Además, “el que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, y en la manera y tiempo debidos, y confía en las mismas condiciones, es valiente, porque el valiente sufre y actúa de acuerdo con los méritos de las cosas y como la razón lo ordena. Ahora, el fin de toda actividad está de acuerdo con el modo de ser y para el valiente la valentía es algo noble, y tal lo sea el fin correspondiente, porque todo se define por su fin. Es por esta nobleza, entonces, por lo que el valiente soporta y realiza acciones de acuerdo con la valentía”[18].

La valentía, por tanto, “es un término medio entre el miedo y la temeridad. Está claro que tememos las cosas temibles y que éstas son, absolutamente hablando, males; por eso, también se define el miedo como la expectación de un mal. Tememos, pues, todas las cosas malas, como la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte; pero el valiente no parece serlo en relación con todas estas cosas; pues algunas han de temerse y es noble temerlas, y no hacerlo, es vergonzoso, por ejemplo, la infamia; el que la teme es honrado y decente; el que no la teme, desvergonzado. Y es sólo en sentido metafórico, por lo que algunos llaman a éste audaz, ya que tiene algo semejante al valiente, pues el valiente es un hombre que no teme. Quizá no se debería temer la pobreza ni la enfermedad ni, en general, los males que no provienen de un vicio ni lo causados por uno mismo. Pero tampoco es valiente el que no teme estas cosas (lo llamamos así, en virtud de una analogía); pues algunos, que son cobardes en los peligros de la guerra, son generosos y tienen buen ánimo frente a la pérdida de su fortuna. Tampoco es uno cobarde, si teme los insultos a sus hijos o a su mujer, o teme la envidio o algo semejante; ni valiente, si se muestra animoso cuando van a azotarlo.

Ahora bien, ¿cuáles son las cosas temibles que soporta el valiente? ¿Acaso las más temibles? Nadie, en efecto, puede soportar mejor que él tales cosas. Ahora bien, lo más temible es la muerte: es un término, y nada parece ser ni bueno ni malo para el muerto. Sin embargo, ante la muerte no parece que el valiente lo sea en toda ocasión, como, por ejemplo, en el mar o en las enfermedades. ¿En qué casos, entonces? ¿Sin duda, en los más nobles? Tales son los de la guerra, pues aquí los riesgos son los mayores y más nobles; y las honras que tributan las ciudades y los monarcas son proporcionadas a estos riesgos. Así se podría llamar valiente en el mas alto sentido al que no teme una muerte gloriosa ni las contingencias que lleva consigo, como son, por ejemplo, las de la guerra. Y no menos osado es el valiente en el mar que en las enfermedades, pero no de la misma manera que los marinos: pues mientras que aquél desespera de su salvación y se indigna de una tal muerte, los marinos, en cambio, están esperanzados gracias a su experiencia. y podemos añadir que un hombre también muestra su valor en los casos en que se requiere valentía o es glorioso morir; pero en tales desgracias no se da ninguna de estas circunstancias”[19]. Por tanto, el valiente debe temer a ciertas cosas, como la muerte, aunque el deseo de alcanzar una muerte gloriosa represente para él objeto de virtud. Aristóteles lo pone en el contexto de la guerra. Pero la reflexión es válida para también para todas aquellas experiencias vitales actuales en las que podemos poner en riesgo nuestra honra, o la vida y honra de los demás.

Tomás de Aquino amplia lo indicado por Aristóteles en lo referente a la virtud de la fortaleza al resaltar como acto principal de esta virtud el resistir en el bien, más que el acometer peligros: la paciencia más que la valentía propiamente dicha. Y ampliará su alcance, de forma que no sólo la muerte por el bien común, sino la muerte por defender la virtud, contará como acto de fortaleza.

Para apreciar mejor estos aspectos conviene atender cómo es que Tomás de Aquino estructura su tratado de la fortaleza, y explica la naturaleza de esta virtud. Este último aspecto es importante también desde el punto de vista histórico. En efecto, como él mismo advierte, hay un sentido en el que toda virtud implica fortaleza –de hecho ese es el sentido de la palabra latina virtus. Esto es lo que, a lo largo de la historia ha conducido con frecuencia a aproximar el sentido de ambos términos.

El Tratado de la Fortaleza de Tomás de Aquino comprende 17 cuestiones de la II-II de la Suma Teológica. Estas cuestiones van desde la 123 a la 140. De ellas sólo la primera se dedica a la fortaleza en sentido estricto, mientras que en siguiente cuestión acomete un estudio específico del martirio como acto más alto de la fortaleza –punto en el que ya se advierte la proyección de la argumentación aristotélica sobre la muerte gloriosa en un contexto cristiano. La cuestión 125 se consagra al estudio del temor, como una de las pasiones que ha de moderar la fortaleza y la 127 a la audacia. En el medio queda una cuestión breve sobre la impavidez, en la que Tomás reproduce el pensamiento de Aristóteles sobre el tema: quien no tiene miedo no es fuerte. El resto del tratado, hasta la cuestión 139 constituye un análisis minucioso de las partes potenciales de la fortaleza, que se enumeran en la cuestión 128, así como un examen de los vicios opuestos a tales virtudes. Las dos últimas cuestiones tienen un interés directamente teológico, pues se dedican al don de fortaleza y a los preceptos positivos sobre la fortaleza.

Tomás de Aquino comienza afirmando que la fortaleza es virtud, para lo cual se remite a Aristóteles: “la virtud es lo que hace bueno al que la posee y a sus obras”. Ahora bien, “el bien del hombre está en conformarse a la razón”. Y, según explica “esto sucede de tres modos”: “primero, en cuanto la misma razón es rectificada, y esto lo realizan las virtudes intelectuales; segundo, en cuanto esa recta razón se establece en las relaciones humanas, y esto es propio de la justicia; tercero, en cuanto se quitan los obstáculos de esta rectitud que se exige en las relaciones humanas”. Y es en este último aspecto donde incide la fortaleza. En efecto: “hay dos clases de obstáculos que impiden a la voluntad seguir la rectitud de la razón. Uno, cuando es atraída por un objeto deleitable hacia lo que se aparta de la recta razón: ese obstáculo lo elimina la virtud de la templanza. El segundo, cuando la voluntad se desvía de la razón por algo difícil e inminente. En la supresión de este obstáculo se requiere la fortaleza del alma para hacer frente a tales dificultades, lo mismo que el hombre por su fortaleza corporal vence y rechaza los obstáculos corporales”[20].

Conviene advertir que la definición tomista de la fortaleza abre un margen más amplio para lo que ha de contar como acto de esta virtud. En efecto: el hecho de que lo específico de la fortaleza venga definido por “evitar que la voluntad se desvíe de la razón por algo difícil e inminente” permitirá contar como actos de fortaleza toda clase de perseverancia en el bien obrar, en razón de la nobleza de la virtud, y no simplemente los peligros asociados a una muerte gloriosa. Lo cual no impide a Tomás suscribir la tesis aristotélica según la cual esto último es lo más específico de la fortaleza.

En el curso de la respuesta a una de las objeciones, Tomás sintetiza la doctrina de Aristóteles sobre la fortaleza aparente, y observa: “esto sucede de tres modos. En primer lugar, porque se lanzan a lo difícil como si no lo fuera. Lo cual puede provenir de tres causas: bien de la ignorancia, porque no se percibe la magnitud del peligro; bien de la esperanza de vencer los peligros, porque se considera experto en evitarlos; o bien de un cierto arte o habilidad, como acontece en los soldados… En segundo lugar, uno puede realizar un acto de fortaleza sin tener la virtud, a impulsos de una pasión, como puede ser la tristeza que se intenta superar, o la ira. En tercer lugar, por una elección, pero no de un fin legítimo, sino con el fin de conseguir algún beneficio temporal, como puede ser el honor, el placer o la riqueza, o de evitar algún mal como el vituperio, la aflicción o el daño”[21].

El segundo artículo se dedica a clarificar en qué sentido la fortaleza es virtud especial. Como adelantábamos más arriba, esta pregunta es importante porque hay un sentido en el que el término “fortaleza” designa una virtud general, o condición de toda virtud, a saber, en cuanto supone una firmeza de ánimo en abstracto, ya que para la virtud se exige obrar firme y constantemente. La virtud de la fortaleza en sentido estricto supone “una firmeza de ánimo para afrontar y rechazar los peligros en los cuales es sumamente difícil mantener la firmeza”[22]. Según esto, la fortaleza tiene materia determinada.

Esa materia determinada se detalla en el artículo tercero: los temores y audacias asociados a los bienes y males arduos. En efecto: la fortaleza “se ocupa sobre todo del temor a las cosas difíciles que pueden retraer a la voluntad de seguir la razón. Por otra parte, es necesario no sólo soportar con firmeza la embestida de estas dificultades reprimiendo el temor, sino también atacar moderadamente, por ejemplo cuando sea necesario eliminar esas dificultades para tener seguridad en el futuro. Y esto parece propio de la audacia”[23].

En esta caracterización de la fortaleza –en especial la referencia a “eliminar las dificultades para tener seguridad en el futuro” no es difícil percibir un cambio de acento: pasa a primer plano el horizonte práctico que el fuerte ha de tener presente antes de acometer el peligro. El fuerte, en efecto, si es prudente, sabe cuándo, cómo y por qué debe atacar. En este punto, Tomás señala un posible motivo: tener seguridad en el futuro. La seguridad de la que se habla aquí, sin embargo, no es la seguridad privada, sino la seguridad común. De lo contrario no sería razonable arriesgar la vida individual, que es lo que hace el fuerte.

Como hemos visto antes, Tomás de Aquino mantiene la tesis de Aristóteles de que “la virtud de la fortaleza tiene por objeto el temor a los peligros de muerte”. Pero el motivo que subraya Tomás no es el amor a la gloria, sino más bien “conservar la voluntad del hombre en el bien racional”[24]. Por eso, en el artículo siguiente no limita su alcance a los peligros que sobrevienen en la guerra, sino que lo extiende a los peligros que sobrevienen a causa de la virtud “por ejemplo, el no rehuir la asistencia a un amigo enfermo por temor a un contagio mortal, o el no dejar de encaminarse a una obra piadosa por temor al naufragio o los ladrones”[25]. Con ello, Tomás introduce un principio que podríamos llamar “liberal” en la consideración de la fortaleza: pues no apela simplemente al bien común sino al bien de la virtud. Un principio parecido entra en juego también en su misma consideración de la guerra. Pues, a pesar de admitir la tesis de Aristóteles según la cual la fortaleza tiene que ver sobre todo con los peligros que sobrevienen en la guerra justa, se permite ampliar el concepto de guerra, para referirse no sólo a la guerra que se libra en el campo de batalla, sino también a otra clase de conflictos: “por ejemplo, cuando el juez, o incluso una persona privada no se aparta del juicio justo por temor a la espada inminente o cualquier otro peligro, aunque le acarree la muerte. Por eso es propio de la fortaleza proporcionar firmeza de ánimo no sólo contra los peligros de muerte inminentes de la guerra común, sino también de la lucha particular, que también puede recibir el nombre común de guerra”[26].

Una modificación ulterior del planteamiento aristotélico, que Tomás presenta más bien como una conclusión de lo dicho por Aristóteles, es el destacar, como acto principal de la fortaleza, el resistir: “la fortaleza tiene por objeto reprimir los temores más que moderar las audacias, ya que lo primero es más difícil que lo segundo, pues el mismo peligro, objeto de la audacia y el temor, nos lleva por sí mismo a moderar la audacia, pero también aumenta el temor. Pero el atacar corresponde a la fortaleza en cuanto modera la audacia; en cambio, el resistir es consecuencia de la represión del temor”[27]. Se podría discutir la consistencia del argumento: al fin y al cabo la moderación de las audacias derivada de la simple inminencia del peligro no es una moderación elegida, derivada de la virtud. Pero hay audacias cuya moderación puede resultar bien difícil –sobre todo si uno tiene un natural brioso, como diría Aristóteles. Con todo, el sentido de su exposición es claro: resistir en el bien, a pesar del temor es más difícil. Sobre el mismo punto vuelve en la respuesta a la primera objeción: “resistir es más difícil que atacar por tres razones: primera, porque la resistencia se hace, al parecer, ante uno más fuerte que nos ataca: en cambio, si atacamos es porque somos más fuertes. Pero es más difícil luchar contra uno más fuerte que contra uno más débil. Segunda, porque el que resiste ya siente inminente el peligro, mientras que el que ataca lo ve como futuro. Tercera, porque la resistencia implica un tiempo prolongado, pero el ataque puede surgir de un movimiento repentino (…)”[28].

Más interesante es tal vez el artículo siguiente, que nos da la oportunidad de precisar algunos rasgos del modo de obrar virtuoso: “¿El fuerte actúa por el bien de su propio hábito?”. ¿Qué es lo se que pregunta aquí? En el fondo Tomás de Aquino no hace sino recordar una de las condiciones que Aristóteles había señalado a la virtud: los actos de las virtudes no se realizan virtuosamente a menos que el que los realiza reúna tres condiciones al hacerlos: los realice con conocimiento, eligiéndolos y eligiéndolos por ellos mismos, y con una actitud firme e inconmovible[29]. En conformidad con esta doctrina el propio Aristóteles había dicho que para el fuerte la fortaleza es a la vez su bien y su fin[30]. Afirmar esto no se opone a sostener que el fuerte obre por la justicia. No se trata de cosas incompatibles: en un caso hablamos de un fin próximo y en otro de un fin remoto. Podríamos decir también que la justicia, como virtud general, impera el acto de la fortaleza. Algo análogo dirá Tomás al hablar del martirio: un acto de fortaleza imperado, en este caso, por la caridad. En todo caso la distinción entre fin próximo y remoto es el instrumento del que se vale Tomás para responder: “existe un doble fin: último y próximo. El fin próximo de todo agente es producir en otro una forma semejante a la suya (…). En cambio, cualquier otro bien que de él se siga, aunque sea intentado, puede denominarse fin remoto del agente (…). Hay que decir, por tanto, que el fuerte intenta, como fin próximo, expresar en el acto una semejanza de su hábito, pues pretende obrar según la conveniencia de su hábito. En cambio, el fin remoto es la bienaventuranza o Dios”[31].

El fuerte, como el virtuoso en general, expresa su carácter en sus acciones, como algo natural. Esto, sin embargo, no significa que se deleite en el curso de su acto. Si bien Tomás de Aquino concede –con Aristóteles– que toda virtud, comporta un gozo anímico, el caso de la fortaleza es distinto, porque esta virtud versa precisamente acerca de dolores y tristezas que afectan no sólo al cuerpo sino al alma misma: “el acto principal de la fortaleza es soportar tristezas según la aprehensión del alma, como es perder la vida corporal (que el virtuoso ama no sólo en cuanto bien natural sino también en cuanto necesaria para las obras virtuosas) y lo que a ella se refiere, y al mismo tiempo soportar dolores según el tacto corporal, como heridas o azotes (…). Ahora bien, el dolor sensible corporal impide al alma sentir el placer de la virtud, a no ser por la sobreabundancia de la gracia divina (…)”. Por eso, a todo lo más que alcanza la fortaleza es a “que la razón no sea absorbida por los dolores corporales… Por eso dice el Filósofo que al fuerte no se le pide que se deleite como si sintiera placer, sino que le es suficiente con no estar triste”[32].

Estas ideas nos llevan a reflexionar sobre un error liberal acerca del concepto de justicia: es posible poseer la justicia sin la fortaleza. No es tanto un error que afecte a la esencia de la justicia como a la idea de que la justicia tendría que poder realizar de un cierto modo en el mundo, lo cual requiere la fortaleza o valentía para poder llevar a cabo las acciones justas que se requieran, a pesar de las oposiciones que encontremos en nuestros intentos por llevarla a cabo. Es, por otra parte, una mala respuesta al error liberal, e igualmente falso, opinar que se puede ser fuerte sin ser justo. La fortaleza como virtud existe sólo donde se quiere la justicia. Quien no es justo no puede ser bueno en el verdadero sentido. Por ello, la fortaleza es una fuente de esperanza en la realización del bien y la justicia. Así Aristóteles afirma que “el que se excede en el temor es cobarde; pues teme lo que no se debe y como no se debe, y todas las otras calificaciones le pertenecen. Le falta también coraje, pero lo más manifiesto en él es su exceso de temor en las situaciones dolorosas. El cobarde es, pues, un desesperanzado, pues lo teme todo. Contrario es el caso del valiente, pues la audacia es la característica de un hombre esperanzado”[33].

La fortaleza no es idéntica a la de una agresiva temeridad a toda costa, sino en la forja de una esperanza por la realización de lo que es justo y bueno. Por ello existe una temeridad contraria a la virtud de la fortaleza, la cual termina por ir en contra de la justicia. Para mayor claridad, conviene considerar qué lugar ocupa el temor en la vida del hombre. La “charlatanería” superficial de la vida cotidiana, en principio tranquilizadora, tiende a negar la existencia de lo terrible, o bien a situarlo en la esfera de lo aparente o inexistente. Esta “tranquilización”, eficaz o no, existe en todas las épocas y se encuentra hoy con oposición notable, ya que ningún concepto de la literatura profunda —filosófica, psicológica y poética— de nuestra época juega un papel tan importante como el del miedo. Otra forma de manifestar aquella inocuidad de la existencia sin trascendencia es un cierto estoicismo que a veces se forja como respuesta a la destrucción que encierra la promesa y amenaza de catástrofes como la guerra, o el terrorismo. La existencia es, en estos casos, horrible, mas no existe nada que lo sea tanto que el fuerte no pueda soportar y sobrellevar con grandeza.

[1] EN VI, 5, 1140a 23 – 1140b 7.

[2] EN VI, 5, 1140b 8-21 .

[3] EN V, 1, 1129a 25 – 30.

[4] EN V, 1, 1129b 1– 10.

[5] EN V, 1, 1129b 10 – 30.

[6] EN V, 1, 1129b 31 – 1130a 14.

[7] Cf. EN, V, 3.

[8] Cf. EN, V, 4 .

[9] EN, V, 4, 1132a 17.

[10] EN, V, 5 1132b 32 – 35.

[11] EN, V,5, 1133a 8 – 25.

[12] EN, V,5, 1133a 32 – 33.

[13] EN, V, 6, 1134a 30 -1134 b 1.

[14] Cfr. EN, V, 7.

[15] Cfr. EN, V, 8, 1137 a.

[16] EN III, 7, 1118a 25 – 1118b 9.

[17] EN III, 7, 1116a 11 – 14.

[18] EN III, 7, 1115b 17 – 1115b 24.

[19]  EN III, 6, 1115a 6 – 1115b 5.

[20] S.Th. II-II, q.123, a.1.

[21] S.Th. II-II, q.123 a. 1 ad 2.

[22] S.Th. II-II, q.123 a. 2.

[23] S.Th. II-II, q.123 a. 3.

[24] S.Th. II-II, q.123 a. 4.

[25] S.Th. II-II, q.123 a. 5.

[26] S.Th. II-II, q.123 a. 5.

[27] S.Th. II-II, q.123 a. 6.

[28] S.Th. II-II, q.123, a. 6 ad 1.

[29] Cfr. EN II, 4.

[30] Cfr. EN III, 7, 115b 20-25

[31] S.Th. II-II, q.123 a. 7.

[32] S.Th. II-II, q.123 a. 8.

[33] EN III, 7, 1115b 34 – 1116a 3.

En la elaboración de estos apuntes he utilizado algunas notas personales sacadas de la introducción del libro de Josef Pieper, “La virtudes fundamentales”, Rialp 2010. Además, he usado pasajes de las notas ofrecidas por la profesora Ana Marta González a sus alumnos, para el seguimiento de sus clases, en la Universidad de Navarra. A tales lecciones asistí como alumno en el periodo académico 2009-2010.

Algunos principios para acciones de las que se siguen efectos buenos y malos.

Vamos a estudiar unos cuantos principios que nos ayudarán a juzgar qué hacer cuando de un acto se siguen efectos buenos y malos. En estos casos, se puede actuar si y sólo si:

  1. El acto realizado ha de ser en sí mismo bueno, o al menos indiferente;
  2. el acto bueno no debe conseguirse a través del malo,
  3. la persona ha de buscar directamente el efecto bueno (intención recta);
  4. debe haber una «proporcionalidad» entre el bien que se intenta y el mal que se tolera.

Los cuatro principios deben darse a la vez para poder realizar una acción de la cual se sigan algunos efectos malos, moralmente hablando. Por ejemplo, el acto de «robar» es moralmente malo, va en contra del primer principio establecido (1): «el acto realizado ha de ser en sí mismo bueno, o al menos indiferente». Por otro lado, el acto de «repartir bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» es bueno, así que podríamos seguir evaluando esta acción a través de los siguientes principios. Sin embargo, si el acto fuese «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», podríamos traducirlo como «robar», y éste no es un acto que podamos justificar de un modo moral, a pesar de que de ello se sigan efectos buenos.

Pero esto no termina aquí. Aun cuando el acto sea bueno o indiferente, se debe respetar el segundo principio (2): «el acto bueno no debe conseguirse a través del malo». Esto es lo que no se da en el caso del acto de «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir». Aun cuando se siga de ello el efecto bueno de «repartir los bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», este último acto de altruismo y generosidad no puede justificarse a través del robo. Pero esto sólo nos permite pasar al siguiente criterio.

Despejado el caso que veniamos comentando –de «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», ya que eso supone «robar»–, podemos plantear otro caso. Supongamos el acto de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» que tiene como consecuencia «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». En este caso, el tercer principio (3): «la persona ha de buscar directamente el efecto bueno (intención recta)», nos ayuda a entender más el valor de la rectitud de intención en nuestras acciones. Es decir, no sería lícito, o moralmente bueno, el acto de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», porque se desea «retrasar el pago de una deuda con un colega» para hacerle pasar un mal rato al acreedor de la deuda. Tener la intención de hacer algo bueno como el reparto de algunos de los propios bienes para fastidiar a alguien más invalida la justificación moral de nuestras acciones. No podemos hacer de las acciones buenas un medio para fines malos (serían acciones moralmente torcidas). Aquí se observa la importancia de la rectitud de nuestra voluntad para que las acciones sean realmente buenas.

Finalmente está el cuarto principio (4): «debe haber una proporcionalidad entre el bien que se intenta y el mal que se tolera». Por tanto, si voy a «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», y con ello «retrasar el pago de una deuda con un colega», habría que ponderar seriamente las consecuencias de ello. Así, por ejemplo, nuestro colega podría estar contando con el pago de esa deuda para pagar la hipoteca, y con ello no perder su casa. Si ese fuese el caso, parece que no es un acto de justicia retrasar el pago de esa deuda porque, repentinamente, hayamos tenido una exaltación altruista de acabar con la pobreza en el mundo. Parece que el cálculo de la proporción entre una sola persona acreedora (nuestro colega), en comparación con la pobreza mundial (millones de personas), podría justificar el acto de retrasar el pago de la deuda. Pero no es una cuestión de «cantidad», sino una cuestión de los deberes morales contraidos con personas concretas.

No hay proporción entre los deberes de justicia contraídos por una deuda (con las patentes y terribles consecuencias que podría sufir el acreedor, en este caso, si no cumplieramos con tales deberes), y los deberes que no hemos adquirido aún con nadie para la erradicación de la pobreza. Esto no significa que la pobreza no deba ser erradicada, sino que los deberes de justicia contraídos con personas concretas nos reclaman antes que aquellos hipotéticos deberes que aún no hemos contraído. Sería igualmente malo que un padre de familia decidiera donar su dinero a la sanidad pública, porque siente que con ello puede ayudar a mucha gente, si con ese acto deja a sus hijos sin medios para su educación.

Caso diferente es si ese dinero hubiera estado destinado para «comprar el quinto conche», «la tercera televisión» (o incluso para «comprar el segundo coche» o «comprar la segunda televisión»). En este caso, parece que lo superfluo de la compra justifica que el dinero pueda ser donado a «personas que no tienen suficientes recursos para vivir». A veces surgen justificaciones que nos satisfacen, pero no son válidas en sentido moral. No nos engañemos, la mayoría de nuestras compras pueden ser bastante superfluas, pero pensamos que nos las merecemos y evitamos, con ese razonamiento, hacer un bien ofreciendo ese dinero a quienes no pueden comprarse un bocadillo para pasar el hambre del día.

El sentido en el que hablamos en (4) de «proporción» no implica una conseción al utilitarismo (sea de corte consecuencialista o proporcionalista), como si fuese posible establecer una cierta ponderación entre los bienes y los males morales, en una situación específica, para efectuar una acción. En el caso de la «donación» y el «pago de la deuda», no se trata de más o menos dinero, ni siquiera si en un caso u otro es mayor o menor el número de los destinatarios de ese dinero. Desde el punto de vista del utilitarismo, se podría alcanzar un fin que en apariencia es bueno siempre y cuando se siga que haya una «mayor cantidad de bien moral», que de «mal moral» tolerado, en la acción. Sin embargo, tales criterios utilitaristas nunca nos podrán ayudar a que nos pongamos de acuerdo. ¿Qué podría significar «mayor cantidad de bien moral»? ¿Mayor «cantidad de destinatarios»? Pero eso haría que le toque menos a cada uno. Entonces, ¿nos referimos a «mayor cantidad de bienes», en este caso de dinero? Pero eso llevaría a que el «mayor bien posible» no sea factible de llevar a cabo mas que para unos cuantos agentes del conjunto social. Parece que son claras las contradicciones del utilitarismo en cualquiera de sus formas, y que la manera de resolver los conflictos morales es prestar atención al contenido ético de las acciones.

Hay que añadir que lo que se advierte en el cuarto principio (4) es que el mal es tolerado, no querido ni como medio, ni como fin. Por tanto, se trata de indicar que el fin que el sujeto pretende debe ser buscado con intención recta, tal como indica el tercer principio (3). Además debe procurar hacerlo sin utilizar un acto bueno como medio para un fin malo, tal como se afirma en el segundo principio (2). Y esto nos lleva a suponer que tal fin debe ser en sí mismo bueno o indiferente, tal como se aprecia en el primer principio (1). Por tanto, tambien queda demostrado que todos los principios deben cumplirse para que sea lícito realizar una acción de la cual se sigan algunos efectos malos, moralmente hablando.

Para una clarificación de estas cuestiones se puede ver lo desarrollado sobre la determinación del objeto moral de nuestras acciones.

De todo lo dicho, se derivan criterios relativos a la posible licitud de la cooperación a una mala acción. Es evidente que nunca puede ser lícito cooperar formalmente a una acción mala –es decir, querer positivamente el mal–. Según esto, el problema se plantea sólo en el caso de una cooperación material a una acción mala. Este problema, cabe decir, es relativamente frecuente por el solo hecho de que la vida social y laboral supone cooperar con otros en muchas cosas.

No es extraño que uno pueda razonablemente preguntarse si sus propias acciones están contribuyendo al bien o al mal. En atención a esto, se han concretado varias pautas para examinar si en algunos casos la cooperación (material) a la mala acción puede ser lícita. Las pautas son las siguientes:

  1. que la acción con la que uno coopera sea buena o indiferente;
  2. que la intención con la que uno actúa sea buena;
  3. que la propia acción no contribuya esencialmente a la acción mala; o, dicho de otro modo, que en su esencia, la acción mala no dependa de la propia acción.