Vamos a estudiar unos cuantos principios que nos ayudarán a juzgar qué hacer cuando de un acto se siguen efectos buenos y malos. En estos casos, se puede actuar si y sólo si:
- El acto realizado ha de ser en sí mismo bueno, o al menos indiferente;
- el efecto bueno no debe conseguirse a través del malo,
- la persona ha de buscar directamente el efecto bueno (intención recta);
- debe haber una «proporcionalidad» entre el bien que se intenta y el mal que se tolera.
Los cuatro principios deben darse a la vez para poder realizar una acción de la cual se sigan algunos efectos malos, moralmente hablando. Por ejemplo, el acto de «robar» es moralmente malo, va en contra del primer principio establecido (1): «el acto realizado ha de ser en sí mismo bueno, o al menos indiferente». Por otro lado, el acto de «repartir bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» es bueno, así que podríamos seguir evaluando esta acción a través de los siguientes principios. Sin embargo, si el acto fuese «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», podríamos traducirlo como «robar», y éste no es un acto que podamos justificar de un modo moral, a pesar de que de ello se sigan efectos buenos.
Pero esto no termina aquí. Aun cuando el acto sea bueno o indiferente, se debe respetar el segundo principio (2): «el acto bueno no debe conseguirse a través del malo». Esto es lo que no se da en el caso del acto de «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir». Aun cuando se siga de ello el efecto bueno de «repartir los bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», este último acto de altruismo y generosidad no puede justificarse a través del robo. Pero esto sólo nos permite pasar al siguiente criterio.
Despejado el caso que veniamos comentando –de «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», ya que eso supone «robar»–, podemos plantear otro caso. Supongamos el acto de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» que tiene como consecuencia «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». En este caso, el tercer principio (3): «la persona ha de buscar directamente el efecto bueno (intención recta)», nos ayuda a entender más el valor de la rectitud de intención en nuestras acciones. Es decir, no sería lícito, o moralmente bueno, el acto de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», porque se desea «retrasar el pago de una deuda con un colega» para hacerle pasar un mal rato al acreedor de la deuda. Tener la intención de hacer algo bueno como el reparto de algunos de los propios bienes para fastidiar a alguien más invalida la justificación moral de nuestras acciones. No podemos hacer de las acciones buenas un medio para fines malos (serían acciones moralmente torcidas). Aquí se observa la importancia de la rectitud de nuestra voluntad para que las acciones sean realmente buenas.
Finalmente está el cuarto principio (4): «debe haber una proporcionalidad entre el bien que se intenta y el mal que se tolera». Por tanto, si voy a «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», y con ello «retrasar el pago de una deuda con un colega», habría que ponderar seriamente las consecuencias de ello. Así, por ejemplo, nuestro colega podría estar contando con el pago de esa deuda para pagar la hipoteca, y con ello no perder su casa. Si ese fuese el caso, parece que no es un acto de justicia retrasar el pago de esa deuda porque, repentinamente, hayamos tenido una exaltación altruista de acabar con la pobreza en el mundo. Parece que el cálculo de la proporción entre una sola persona acreedora (nuestro colega), en comparación con la pobreza mundial (millones de personas), podría justificar el acto de retrasar el pago de la deuda. Pero no es una cuestión de «cantidad», sino una cuestión de los deberes morales contraidos con personas concretas.
No hay proporción entre los deberes de justicia contraídos por una deuda (con las patentes y terribles consecuencias que podría sufir el acreedor, en este caso, si no cumplieramos con tales deberes), y los deberes que no hemos adquirido aún con nadie para la erradicación de la pobreza. Esto no significa que la pobreza no deba ser erradicada, sino que los deberes de justicia contraídos con personas concretas nos reclaman antes que aquellos hipotéticos deberes que aún no hemos contraído. Sería igualmente malo que un padre de familia decidiera donar su dinero a la sanidad pública, porque siente que con ello puede ayudar a mucha gente, si con ese acto deja a sus hijos sin medios para su educación.
Caso diferente es si ese dinero hubiera estado destinado no para ser devuelto a otra persona, sino para «comprar el quinto coche», «la tercera televisión» (o incluso para «comprar el segundo coche» o «comprar la segunda televisión»). En este caso, parece que lo superfluo de la compra justifica que el dinero pueda ser donado a «personas que no tienen suficientes recursos para vivir». A veces surgen justificaciones que nos satisfacen, pero no son válidas en sentido moral. No nos engañemos, la mayoría de nuestras compras pueden ser bastante superfluas, pero pensamos que nos las merecemos y evitamos, con ese razonamiento, hacer un bien ofreciendo ese dinero a quienes no pueden comprarse un bocadillo para pasar el hambre del día.
El sentido en el que hablamos en (4) de «proporción» no implica una conseción al utilitarismo (sea de corte consecuencialista o proporcionalista), como si fuese posible establecer una cierta ponderación entre los bienes y los males morales, en una situación específica, para efectuar una acción. En el caso de la «donación» y el «pago de la deuda», no se trata de más o menos dinero, ni siquiera si en un caso u otro es mayor o menor el número de los destinatarios de ese dinero. Desde el punto de vista del utilitarismo, se podría alcanzar un fin que en apariencia es bueno siempre y cuando se siga que haya una «mayor cantidad de bien moral», que de «mal moral» tolerado, en la acción. Sin embargo, tales criterios utilitaristas nunca nos podrán ayudar a que nos pongamos de acuerdo. ¿Qué podría significar «mayor cantidad de bien moral»? ¿Mayor «cantidad de destinatarios»? Pero eso haría que le toque menos a cada uno. Entonces, ¿nos referimos a «mayor cantidad de bienes», en este caso de dinero? Pero eso llevaría a que el «mayor bien posible» no sea factible de llevar a cabo mas que para unos cuantos agentes del conjunto social. Parece que son claras las contradicciones del utilitarismo en cualquiera de sus formas, y que la manera de resolver los conflictos morales es prestar atención al contenido ético de las acciones.
Hay que añadir que lo que se advierte en el cuarto principio (4) es que el mal es tolerado, no querido ni como medio, ni como fin. Por tanto, se trata de indicar que el fin que el sujeto pretende debe ser buscado con intención recta, tal como indica el tercer principio (3). Además debe procurar hacerlo sin utilizar un acto bueno como medio para un fin malo, tal como se afirma en el segundo principio (2). Y esto nos lleva a suponer que tal fin debe ser en sí mismo bueno o indiferente, tal como se aprecia en el primer principio (1). Por tanto, tambien queda demostrado que todos los principios deben cumplirse para que sea lícito realizar una acción de la cual se sigan algunos efectos malos, moralmente hablando.
Para una clarificación de estas cuestiones se puede ver lo desarrollado sobre la determinación del objeto moral de nuestras acciones.
De todo lo dicho, dentro de la proporcionalidad, se derivan criterios relativos a la posible licitud de la cooperación a una mala acción. Es evidente que nunca puede ser lícito cooperar formalmente a una acción mala –es decir, querer positivamente el mal–. Según esto, el problema se plantea sólo en el caso de una cooperación material a una acción mala. Es decir, según los criterios expuestos. Este problema, cabe decir, es relativamente frecuente por el hecho de que la vida social y laboral supone cooperar con otros en muchas cosas.
No es extraño que uno pueda razonablemente preguntarse si sus propias acciones están contribuyendo al bien o al mal. En atención a esto, se han concretado varias pautas para examinar si en algunos casos la cooperación (material) a la mala acción puede ser lícita. Las pautas son las siguientes:
- que la acción con la que uno coopera sea buena o indiferente;
- que la intención con la que uno actúa sea buena;
- que la propia acción no contribuya esencialmente a la acción mala; o, dicho de otro modo, que en su esencia, la acción mala no dependa de la propia acción.
Así, la citada proporcionalidad exige que el efecto bueno sea tanto más importante cuanto: a) más grave sea el mal tolerado; b) mayor proximidad exista entre el acto realizado y la producción del mal: es diverso invertir los propios ahorros en una editorial que tiene muchas publicaciones inmorales o invertirlos en un banco que controla parte de la editorial; c) mayor sea la certeza de que se producirá el efecto malo: como vender alcohol a un alcohólico; d) mayor sea la obligación de impedir el mal: por ejemplo, cuando se trata de una autoridad civil o eclesiástica.