La determinación del objeto de una acción moral no es tan sencilla como parece. Cuando hablamos aquí de “objeto” nos referimos al “objeto moral” de la acción, aquello que responde a la pregunta “¿qué haces?” o, en el caso que la acción ya haya finalizado “¿qué has hecho?”. Lo llamamos objeto de la acción porque está dotado de una cierta objetividad. Es decir, es expresable en palabras y podemos decir lo que hemos hecho, siempre y cuando seamos sinceros con nosotros mismos y con los demás. Algunos objetos de las acciones son, por ejemplo: “ayudar a una persona invidente a cruzar la calle” u “ofrecer la propia comida a alguien que tiene hambre”. Otros son más sencillos en su descripción, como es el caso de “matar”.
La contraposición del objeto de las acciones es el sujeto de éstas, que no es otro que la persona que actúa. En efecto, el sujeto de la moralidad son siempre los actos libres, pero en el fondo esos actos libres remiten siempre a la persona que los lleva a cabo. La persona puede realizar infinidad de actos debido a la libertad que posee. Esto significa que sus acciones pueden ser innumerables, y por tanto, que también pueden ser muy diversos los objetos de esas acciones que realiza. De ahí que haya una cierta dificultad para poder definirlos verbalmente hasta que éstos ya hayan concluido. Por otro lado, debemos tener en cuenta las pasiones que pueden interferir en nuestros juicios, o la inadvertencia ante tantas tareas que tenemos entre manos, o una conciencia moralmente no muy fina o no muy bien formada, todo esto puede hacer que nos cueste entender, con cierta claridad, lo que podemos hacer, o incluso lo que queremos hacer.
Para que las acciones del sujeto sean consideradas como tales deben ser voluntarias, es decir, como dice Tomás de Aquino “la acción procede de un principio intrínseco y está acompañada por el conocimiento formal del fin” (Summa Theologiae I-II, q. 6, a. 1). Parece que es algo muy obvio: la acción debe ser querida y debo saber lo que hago. Pero es importante introducir todas estas nociones para comprender el objeto de la acción moral.
La voluntariedad es un dirigirse deliberado y consciente hacia el objeto; no basta que la persona “tenga conciencia” de lo que hace: se puede tener conciencia de alguna cosa que, sin embargo, no está organizada ni regulada por el sujeto que actúa (como es el caso del latido del corazón). La acción voluntaria es deliberada y consciente porque incluye en su íntima estructura un juicio intelectual que proyecta como bien la acción o aquello que a través de la acción se alcanza. Es un conocimiento racional inmerso en la voluntariedad, un tender juzgando. Por ello se dice que la voluntad es un apetito racional.
Por tanto, la voluntariedad juega un papel fundamental en la acción querida, es decir, en definir lo que quiero hacer, o lo que estoy haciendo, o lo que ya he terminado de hacer. Pero vamos a dar un paso más en estas nociones y vamos a llevar a cabo una pequeña distinción.
Actos voluntarios elícitos y actos voluntarios imperados
Se llaman elícitos los actos voluntarios realizados directamente por la voluntad (amor, odio, decidir una compra, etc.). La persona como centro espiritual toma posición ante un objeto (ama, odia, aprueba, elige, etc.). Los actos elícitos pueden referirse también a objetos que no están en su poder; así por ejemplo, se pueden amar u odiar las cualidades de otra persona, se puede desear que tenga éxito en sus actividades o que fracase, aunque no se haga nada para promover o dificultar estas cualidades, éxitos o fracasos. Pero con mucha frecuencia los actos elícitos proyectan o eligen acciones realizables o realizadas (se decide ir de vacaciones en una fecha específica, comprar algo, etc.), y aplican facultades operativas (las manos para conseguir algo) para realizar lo que se ha decidido hacer. A este tipo de actos que proceden de los actos elícitos y que requieren una cierta articulación operativa se les llama actos imperados de la voluntad.
La distinción que acabamos de introducir es de suma importancia. Los actos elícitos tienen una gran trascendencia en la vida moral, puesto que son el principio y el fundamento de los actos imperados. Además, es claro que cuando definimos lo que vamos a hacer –o lo que hacemos, o lo que hemos llevado a cabo–, tal definición o descripción debe implicar lo que queremos, o deseamos realizar, con esas acciones. Es decir, la descripción moral de las acciones debe captar, en la medida de lo posible, lo que anima al acto imperado: el acto elícito caracterizado esencialmente por la voluntad. En la descripción de un acto no se puede prescindir de la voluntariedad, porque ésta es el nivel básico de intencionalidad, constitutivo de la acción voluntaria imperada. Así, no es posible decir que lo elegido en nuestras acciones es «repartir bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», cuando en realidad lo que hemos hecho es «repartir los bienes de alguien más, sin su consentimiento, entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir», es decir, cuando hemos robado ese dinero. Por más que la descripción total de nuestros actos imperados implique que ese dinero es para tales personas necesitadas, hay un nivel básico de intencionalidad que podríamos estar saltándonos al no describir adecuadamente el acto imperado de robar, que además es un acto ilícito, o moralmente malo.
Por tanto, una de las grandes preguntas referidas a toda esta cuestión es: “¿Qué intención reflejan mis acciones?”. Técnicamente esta pregunta se podría definir de los siguientes modos: “¿Cómo se integran la descripción de las acciones y la voluntariedad?” o “¿qué actos elícitos de mi voluntad se reflejan a través de mis actos imperados?”. Para aclarar esto debemos hacer una apelación a otra distinción.
El objeto directo e indirecto de la voluntad
El objeto directo de la voluntad es el bien (real o aparente) presentado por la razón. Para el sujeto agente, una acción o lo que a través de ella se alcanza, puede tener la razón de bien en formas diversas: hay, por así decirlo, varias clases de bienes. Entre estas, el fin en su acepción más rigurosa es lo que se presenta como bien deseable en sí mismo, es decir, aquello que interesa en sí mismo y, por tanto, puede ser por sí mismo principio de actuación de la voluntad. Una vez conseguido el fin que ha dado origen a un acto de la voluntad, este acto voluntario termina. Fin es lo que se considera como bueno o apetecible en sí mismo, y es querido o realizado por sí mismo. El fin, por tanto, se presenta como fin honesto (por ser objetivamente bueno), y/o como fin deleitable (por la resonancia afectiva que provoca en nosotros).
Existe por último un tercer tipo de bien que no es un fin, pero se quiere en relación al fin y, por eso, entra en el objeto de la voluntad, aunque de modo secundario. Este tercer tipo de bien suele llamarse bien útil, aunque –según Tomás de Aquino– parece preferible llamarlo bien finalizado, o simplemente medio. Este bien, considerado formalmente en cuanto tal no es querido en sí mismo (ni como bien honesto, ni como bien deleitable), sino en cuanto está ordenado (finalizado) a la realización, o consecución, del fin: es querido en virtud de otro.
Entonces, ¿cuáles son los objetos queridos directa o indirectamente por la voluntad? En primer lugar, vamos a hablar del objetivo indirecto. Éste es una consecuencia de la acción (un efecto colateral del acto) que no interesa ni es querida de ningún modo, ni como fin ni como medio, pero es prevista y permitida en cuanto que está inevitablemente unida a lo que se quiere. Por ejemplo, una persona que se somete a una cura contra la leucemia y que, por efecto de su decisión de someterse a ese tratamiento, pierde el cabello. Claramente, en este caso, quedarse calvo es una consecuencia no deseada de la decisión de curarse.
Esto lo hemos observamos, de un modo superficial, cuando hemos hablado de algunos principios para acciones de las que se siguen efectos buenos y malos. En tal apartado indicamos, por ejemplo, que es posible que se sigan efectos malos de acciones buenas, y vimos bajo qué criterios se puede tolerar tales situaciones. Sin embargo, el punto que nos interesa aquí, de todo lo explicado, es que lo ponderado en aquella sección fueron siempre los «efectos». Es decir, que tales males provenientes de acciones buenas, que se podrían tolerar, nunca pueden ser considerados como medios o como fines de las acciones. Por tanto, la querencia de los efectos no es la misma que la que se da para los medios o los fines, sino que es absolutamente indirecta. Si se diera otro caso, en que un aparente efecto es querido directamente, entonces ya no sería un efecto en realidad, y pasaría a tener la categoría moral de fin, o de medio. La diferencia parece sutil, pero es significativa, y esto se da más en el caso de los medios. Para estos últimos, que se les quiera en virtud de otra cosa (es decir que se les quiere para alcanzar un fin) no implica que se les quiera indirectamente. Al contrario, se quiere los medios directamente para alcanzar otra cosa, es decir, el fin.
Lo que acabamos de explicar es importante y complementario con la sección sobre algunos principios para acciones de las que se siguen efectos buenos y malos debido, entre otras cosas, a que si no diferenciamos bien entre un medio, un fin y un efecto, no podremos aplicar adecuadamente los criterios descritos en esa sección del temario. Además, hay que indicar que no podemos engañarnos y pensar que el mal moral que podemos querer como medio, o como fin, en una acción es algo simplemente tolerado, cuando en realidad configura directamente nuestro querer.
Estructura discursiva del obrar y las fuentes de la moralidad
Todo lo indicado hasta este punto nos sirve ahora para poder hablar con rigor del objeto moral, y su importancia. Para empezar, debemos indicar que el obrar voluntario tiene una estructura discursiva.
Estructura discursiva del obrar voluntario
Existen diversos niveles de actuación en la voluntad. Según Tomás de Aquino, a la primera aprensión de un fin se sigue la complacencia de la voluntad que se llama amor. Después hay un juicio que valora la posibilidad y el modo de alcanzar el fin, al cual puede seguir una firme decisión de conseguirlo por medio de ciertas acciones: esta decisión se llama intención. Movida por la intención, la inteligencia delibera acerca de los medios (acción finalizada) idóneos para conseguir o realizar este fin, a los cuales la voluntad puede dar o no su consentimiento. Luego hay que establecer, entre las posibles acciones, cuáles son las más apropiadas y cuáles se pueden poner en práctica inmediatamente (juicio de elección), y se toma entonces la decisión interior de obrar de tal manera (elección). Cuando se ha decidido lo que se hará, aquí y ahora, es preciso organizar y coordinar la actividad de las diversas facultades operativas (imperio racional), y de acuerdo con este plan la voluntad mueve las otras facultades (uso activo de la voluntad y uso pasivo de las otras facultades). Siguen la consecución del fin y el gozo del fin poseído.
La primera aprensión, el amor, la intencion y el juicio que la precede, como el gozo y la fruición final son actos que tienen como objeto el fin, es decir, lo que es deseable en sí y por sí mismo y, entre tales actos, el amor, la intención y la fruición son actos elícitos de la voluntad. El consentimiento, la elección y el uso activo son también actos elícitos de la voluntad, pero que tienen como objeto las acciones ordenadas al fin.
De todos estos actos, en la ética se presta especial atención a elección y la intención. Desde un punto de vista clásico, se entiende por intención un acto de la voluntad que consiste en el querer eficaz de un fin (algo apetecible en sí y por sí) que, en su realidad fáctica, está distante de nosotros, de modo que no resulta inmediatamente realizable o alcanzable, sino que se logra mediante una serie de acciones finalizadas a él. Tal fin es el objeto de la intención, que tradicionalmente se ha llamado «finis operantis». Es decir, el fin por el que se realizan las acciones que son sus medios para alcanzarlo.
Por otro lado, la elección es el acto elícito de la voluntad que tiene por objeto la acción inmediatamente realizable en vista del fin deseado. El objeto de la elección es, por tanto, la acción finalizada que inmediatamente puedo ejecutar o no ejecutar, realizar de una manera u otra. La elección presupone varios actos de la inteligencia: al menos la deliberación y el juicio práctico, y supone también el acto de intención. El objeto de la deliberación y de la elección no puede ser un fin, pues deliberar sobre un bien y elegirlo significa orientarlo a otro, y por tanto significa considerarlo como bien finalizado (medio).
Las fuentes de la moralidad
La moralidad de los actos humanos depende de tres elementos, que son constitutivos:
- «El objeto elegido»: es decir, de la elección.
- «El fin que se busca»: es decir, de la intención.
- «Las circunstancias de la acción», que explicaremos en este apartado.
La pregunta fundamental que surge es: ¿Cuál es el indicador de la moralidad de la acción, el objeto elegido (elección), o el fin que se busca (intención)? El acto de la voluntad se especifica fundamentalmente por el objeto (por el fin o el bien) al que tiende directamente ese acto. El objeto elegido confiere la especie a la elección (la hace ser un tipo de elección y no otro); el objeto (fin o bien) de la intención confiere la especie al acto del consentimiento. Esto se debe a lo indicado con anterioridad. El objeto de la voluntad se da en dos niveles, como hemos visto, porque puede ser querido en sí mismo (fin), o querido por otro (medios). También hemos observado que los medios son acciones finalizadas, por tanto representan verdaderos objetos de la voluntad analizables moralmente por sí mismos. En ese sentido, la intención (finis operantis) es un objeto propio del fin del agente, el cual no se encuentra desgajado de la elección (finis operis) que es un fin del acto realizado.
Cuando estos principios se aplican a una acción sencilla no se plantean problemas particulares: la elección tiende normalmente al acto imperado (por ejemplo, robar un coche) y, por tanto, resulta especificada por él (elección de robar, robo). Sin embargo, en acciones más complejas, donde se presentan simultáneamente diversos bienes, puede surgir la duda sobre que elementos entran en la esencia del acto imperado, y que, por ende, deben considerarse el objeto que especifica moralmente la elección. Este es el caso de «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» que tiene como consecuencia «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». En este caso, si el fin de la persona es «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega», de un modo voluntario, entonces no podemos decir que sea querido indirectamente. Por tanto, «repartir una parte de los propios bienes entre personas que no tienen suficientes recursos para vivir» es un medio (finis operis), es querido en virtud del fin (finis operantis), que es «retrasar el pago de una deuda que se tiene con un colega». La gravedad de la acción dependerá de lo que signifique el retraso del pago de esa deuda para las personas implicadas. Lo que está claro es que debemos prestar atención a nuestras intenciones y elecciones para poder dar cuenta del objeto de nuestras acciones y los fines que buscamos con ellas.
Para finalizar, puede ser interesante revisar los siguientes dos artículos que vinculan lo revisado sobre las fuentes de la moralidad con dos temas muy actuales.
- El primero habla sobre cómo puede actuar, en conciencia, un parlamentario cuya postura moral va en contra del aborto en una situación complicada: la posibilidad de votar a favor de una ley más restrictiva, en un país en donde la práctica del aborto esté legalmente extendida.
- Por otro lado, el segundo artículo nos explica cómo se debe evaluar correctamente -en función del objeto de la acción y no de las consecuencias- la situación del uso preventivo de anticonceptivos en caso de amenaza de estupro.