Gilbert Keith Chesterton, afamado ensayista e intelectual de inicios del siglo pasado, escribió una vez en un artículo que la manera en la que los estados han conseguido su mayor poder, en detrimento de los padres, es cuando se apoderaron de la educación.
Para el escritor británico los estados no habían tenido nunca tanto poder en la historia como cuando empezaron a obligar a todos los niños a ir al colegio. Desde su punto de vista, el objetivo de la educación obligatoria ha sido “privar a la gente normal de su sentido común”.
Las ideas de Chesterton nos pueden sonar un tanto exageradas. Los progresos de la enseñanza, desde finales del siglo XIX hasta el presente, han permitido que se logren cuotas de alfabetización en el mundo que antes parecían difíciles de alcanzar. Éstas han ido de la mano del incremento del nivel de escolarización.
Alguien podría indicar que “escolarización” no es lo mismo que “alfabetización”. Eso es cierto. En el pasado las primeras letras podían ser aprendidas en casa. Pero esto implicaba haber nacido en una familia con una cierta cultura, que en muchos casos coincidía con tener los suficientes medios para contratar tutores. Con el tiempo, cuando esto no ocurría, las familias –con medios económicos– podían enviar a sus hijos a las escuelas, pero esto siempre estuvo supeditado a la posibilidad de pagar a los maestros. Sólo una parte de la población podía lograrlo. De ahí la importancia de que la escuela pudiera ser accesible a más gente: sin ella no era posible progresar en esta vida.
Chesterton, por supuesto, era consciente de algo tan obvio como lo que acabamos de observar. Pero su preocupación era otra y, aunque circunscrita a unos problemas concretos de su época, iba más allá de su tiempo. No se interesaba sólo por la técnica –saber leer, escribir, sumar, restar, o aprender a resolver problemas de física y química–, sino en lo que significa propiamente “educar”. Es decir, sabiendo de la importancia de lo técnico le intranquilizaba que se relegara lo propiamente humano.
Por este motivo, en otro artículo, Chesterton se quejó de que el inconveniente no era tanto que se enseñasen unas ideas no adecuadas como que no se enseñara ninguna. Decía que mientras el estado estuviera a cargo de la educación, no se enseñaría nada, y el mismo tipo de nada, a todos. El problema que Chesterton encontró era uno de los ideales liberales que ha llegado en gran medida hasta nuestros días. Lo podemos llamar la “educación aséptica”, llena de técnicas pero limpia –en realidad vacía– de ideas.
El ímpetu de los estados, que apostando fuertemente por la técnica para alcanzar un cierto progreso social, se ha encargado de desterrar progresivamente de las aulas la enseñanza de los valores perennes que siempre ofrecieron las humanidades. A fuerza de llenar el espacio y tiempo escolares de “herramientas eficientes” (en nuestra época incluso en las universidades), se ha relegado –y se sigue relegando– el estudio de las humanidades que iluminan el espíritu humano, tildándolas de inútiles. La gente, conforme con adquirir algunos elementos útiles para la vida, se queda sin aquello que la tradición ha prestado siempre para reflexionar.
Parece que a Chesterton le preocupaba lo mismo que a muchos de nosotros: ya no es tan importante el contenido verdadero, bueno y bello de lo que se lee, como que se lea cada vez con mayor velocidad. Ser más eficaz en un mundo menos humano, con menos ideas, con menos reflexión. Un mundo que se deshumaniza al educar a la gente en función de lo que pide el mercado, y que no tiene tiempo para detenerse y pensar, que carece de espacio vital para ensanchar el espíritu con las letras y pensamientos que ofrecía la tradición clásica.
Actualmente ser tradicional se tacha de retrógrado. Se muestra de este modo una fuerte intolerancia hacia los valores que han sido parte de nuestra cultura durante muchos años, y que provienen del mundo clásico. Sin embargo, no encuentro mayor retroceso que desechar el pasado porque es pasado; ni veo mayor necedad que pensar que todo lo novedoso y actual deba ser adoptado. Esta es una idea no muy tolerada en ciertos ámbitos liberales, en los que se abraza con fruición obsesiva el progreso sin pensar en nada más. Al final, parece que transformar la educación en una mera instrucción técnica, para triunfar en el mercado laboral, lleva no sólo a deshumanizarnos, sino también a ser intolerantes frente a otras ideas menos liberales.
En nuestros días, hay muchos estados que han reemplazado ese vacío de ideas, contraviniendo su propia concepción liberal de la educación, por ideologías que pretenden imponer a todos. Muchos ámbitos del liberalismo se han traicionado a tal punto que existe una gran cantidad de estados que vetan cualquier tipo de educación que no sea la que ellos buscan propagar. La libertad del liberalismo ha quedado tan de lado que incluso se pretende desautorizar a los padres en lo referente a la educación moral de sus propios hijos.
Parece que Chesterton también ejerció de profeta al insistir, en un tercer artículo, que algunos estados podrían terminar por borrar la antigua autoridad de los padres. Su lugar podría no ocuparlo ni la libertad ni la licencia, sino la autoridad del estado mucho más supresora y destructiva. Y, podríamos decir, con ideologías que deshumanizan más que en otros tiempos, pero esto es algo en lo que me gustará profundizar en la segunda parte de este artículo.
Este artículo fue publicado el 17 de julio de 2017 en Posición.pe