Educar es una cuestión que requiere mucha seriedad y una gran cuota de sentido del humor. Lo primero es importante porque el destino de los pueblos –de los nuestros– se juega en tal actividad. De la educación de las generaciones presentes depende el futuro de la sociedad. La educación se dirige a individuos que deben ser conscientes de la irrenunciable responsabilidad que implica vivir con los demás. Por esto, el individualismo que propugna una libertad sin compromisos lo único que hace es aniquilar el destino de un pueblo. La cuota de buen humor es necesaria para que semejante compromiso educativo no aplaste a aquellos que persistimos en esta tarea.
Para el individualismo la libertad debe ser absoluta, o cuando menos debe tender a esa absolutización, tratando de borrar los límites que impiden que los deseos individuales alcancen lo que apetecen. Para el individualismo, todos los deseos, cualesquiera y de cualquier persona, tienen el mismo valor. Ninguno es más cierto que el otro. Propone, de este modo, una igualdad de los deseos sobre la que se debe decidir social y políticamente. Con esto, el individualismo nos reduce sólo a deseos, y socaba la humanidad. Nos deja a merced de nuestras apetencias, esperando que las leyes impuestas nos fuercen a vivir en paz. Equilibrio sumamente frágil que en la práctica termina convirtiéndose en violencia que busca que unos deseos prevalezcan sobre otros.
La ingenua utopía individualista pierde de vista que, tal como ha expresado el filósofo Simon Blackburn, “los mapas pueden trazarse de muchísimas maneras, pero ninguno induce a delegar toda la autoridad sobre lo que significa en la variada subjetividad de sus diferentes usuarios”. Es claro que requerimos de dos cosas: la autoridad de nuestras decisiones y los mapas de nuestra naturaleza. El hombre no es solo un animal que se deja llevar por sus impulsos, trasciende su mundo inmediato, busca la verdad porque puede pensar más allá de ellos.
El pilar de la educación es –o debería ser– la búsqueda de la verdad. No hacerlo es la peor deshumanización. Educar en la verdad es enseñar al ser humano quién es en realidad, a fijarse en su naturaleza, y a buscar en ella quién es. Pero no a todos gusta la verdad, y otros quieren eliminarla pensando que ya la poseen. El sofista no cree en la verdad, pero piensa que ya la posee. Cree tener la más absurda de las “verdades”: no hay verdad.
Los sofistas griegos tal vez alcanzaron cierto dominio sobre sus semejantes, pero no consiguieron un gran aporte para la humanidad. No educaron en absoluto. Pero fue su actitud la que produjo el arrebato de Sócrates para evidenciar sus errores, derribar sus mitos, y superar los viejos cuentos de brujas que hacen que la gente se sume en el miedo, en la inmovilidad.
Necesitamos más personas como Sócrates, ya que no hemos superado la era de los mitos, de los cuentos que pretendían oscurecer el pasado, debilitando el presente y conduciendo hacia un futuro lleno de promesas, que lamentablemente no tienen sustento. Tenemos nuevas fábulas contemporáneas: el mito de que las ciencias representan el bálsamo de la humanidad, como si se bastaran ellas mismas para dar al hombre la superación de sus limitaciones. ¿Podrán las ciencias, y sólo ellas con sus métodos, enseñarnos lo que es justo, a amar de verdad, a ser honrados y dar la vida por el prójimo? Al convertirlas en el nuevo mito, no hacemos más que volverlas el nuevo opio del pueblo, que somete su pensamiento a una falsa esperanza de alcanzar una mejor sociedad con ellas.
También tenemos el mito de la igualdad absoluta, que intenta eliminar toda diferencia, desfigurando el sentido de identidad que en realidad procede de la naturaleza que nos permite actuar por el bien común. ¿Podrá la idea de igualdad absoluta darnos una esperanza de dejar nuestra propia huella en este mundo? Si lo que cuenta es que somos iguales, y nuestras opiniones tienen el mismo valor ¿por qué molesta tanto que mi opinión sea que somos diferentes y que esa diferencia se asienta en una naturaleza común? Si la igualdad lo es en todos los sentidos sin excepción, entonces no tiene sentido dialogar, porque la verdad ya estaría dicha de antemano, y sería que no es posible conversar sobre nuestras diferencias. Habría sólo que aceptarlas sin pensar en ellas. Sería el imperio de la sinrazón.
Finalmente, está el ya comentado mito sofista de la no existencia de la verdad que te dice ríndete a lo que ves y no lo pienses. Los sofistas surgieron antes y ahora también los encontramos. Los contrarrestarán los nuevos “Sócrates” que precisamente se concentran en meditar sobre el presente, sobre la realidad, sobre sus fundamentos, sobre la naturaleza humana. Nuevos “Sócrates” que, amparados en el sentido del humor que requiere la labor de educadores, se ríen de las contradicciones tan absurdas de los nuevos mitos contemporáneos, nuevas superestructuras del pensamiento que agostan la vida.
La persona para alcanzar la verdad no puede simplemente conocerla, debe identificarse con ella, debe comprometerse y dejar que ella informe su existencia. Eso es educar en la verdad, y ser educado por ella. El dialogo racional es el ámbito donde nace y se desarrolla la sabiduría, donde existe un intercambio de pareceres y opiniones en la búsqueda de la verdad.
La verdad, además, impulsa a actuar, porque el diálogo ilumina nuevas metas a las que podemos tender todos juntos en sociedad. Educar en la verdad lleva a convertirse en el testigo de ella, dar testimonio de su importancia, porque ésta provoca el pensamiento de los demás, es un incentivo a preguntarse por las cosas. No temamos cuestionar los mitos contemporáneos del individualismo, y contrarrestemos el nuevo sofismo con el buen humor, y la sana sonrisa, que nos proporciona el deseo de buscar la verdad, y educar en ella.
Este artículo fue publicado el 3 de enero de 2018 en Posición.pe